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Eternamente en tus ojos

16,00



Descripción

¿Y si fuera posible trascender lo físico con tal de seguir amando?

¿Y si se pudieran superar los límites del tiempo y espacio para reencontrarse con la persona amada?

¿Es casual que nos encontremos con las personas que nos rodean o existe una conexión más allá de lo explicable?

Ester y Noemí no logran vivir su historia en una época que la prohíbe y sin saberlo buscan dar voz y consciencia a una relación de amor callado entre mujeres. 

El dolor de dos almas que han sufrido en silencio la imposibilidad de amarse se convierte, para las protagonistas de esta historia, en la prueba irrefutable de que la energía, el espíritu, el amor o como quiera cada uno llamarlo, no conoce límites. 

¿Y tú…?

¿Sabes cuánto tiempo hace falta para cerrar una historia de amor inconclusa?

Información adicional

Peso 0,404 kg
Dimensiones 26,5 × 15,5 × 2,5 cm
¿Envuelto para Regalo?

Sí, No

Primeras páginas

Esa tarde, que prometía ser una copia de tantas otras, entró ella. El rechinar de la puerta la anunció, José ni se inmutó y yo inmediatamente —como de costumbre— fijé la mirada en la persona que entraba. 

Entre la bufanda, el abrigo de cuello alto y el gorro oscuro solo dejaba entrever unos ojos de mirada intensa de una mezcla de gris, azul y verde con unas pestañas largas. Nuestras miradas se cruzaron por unos segundos y sentí cómo dentro de mí algo cambió. 

La rubia camarera, que en ese momento salía de la zona de detrás de la barra, saltó sobre la misma, cogió por detrás a la mujer que aún se despojaba de sus abrigos, le giró de manera efusiva y se fundieron en un abrazo. Aquellos ojos grises de mirada intensa eran conocidos por Cecilia. Se saludaron y al terminar la rubia fue detrás a por una taza. Cuando logré ver cuál era supe que aquellos ojos hacían al menos dos años sin visitar el bar. Lo supe porque era el tiempo que yo estaba yendo cada tarde y desde el primer día me había llamado la atención aquella taza. Ocupaba el cuadrante superior central de la cuadrícula de madera que daba reposo a las tazas. Era negra con un par de ojos de gato color verde, en cuya esquina inferior derecha, justo debajo del asa, se leían unas iniciales: A.D.

Aquella taza se convirtió durante un tiempo en mi mayor curiosidad. Hubo días que incluso entraba directo a la estantería para ver si aún seguía allí y, efectivamente, allí estaba, llena de polvo y una que otra telaraña. 

—¿Te sirvo lo de siempre, cariño? —preguntó Cecilia y aquella voz dulce, melódica, delicada respondió: 

—¿Sigues siendo tan embaucadora? ¿Sigues llamando cariño a todas?

—Eres una tarada, sabes que solo te llamo cariño a ti. 

—¿Entonces en estos dos años no me ha sustituido ninguna?

—La verdad es que no, nadie ha tomado tu lugar. 

—No sé si alegrarme o entristecerme, y sí, no sabes lo que me encantaría beber uno de tus capuchinos. 

—Te lo sirvo ahora mismo pero con una condición: tócanos algo —pidió haciendo un gesto con la cabeza señalando el piano. 

Intenté abstraerme de aquella conversación. Cecilia algunas veces hablaba con los clientes y no me interesaba lo más mínimo, pero aquella vez era diferente. Esa voz atrapaba toda mi atención aunque no fui capaz de levantar la cabeza. 

A los pocos segundos sentí la madera del suelo temblar, el blues de siempre dejó de sonar y aquella mujer se sentó al piano lleno de polvo. Después de un par de movimientos empezó a sonar esa canción, Comptine d’un autre été, que aparecía de nuevo en mi vida como sacada del pasado, un pasado doloroso, pero esa canción ahora no dolía. 

Ver sus manos dibujar figuras hermosas sobre las teclas de aquel viejo piano hizo sacudir mi interior. Pude sentir la intensidad de su mirada sobre mí en un par de ocasiones y un par de veces mi mirada escapó a mis órdenes con la excusa de mirar el piano. Observé sus manos acariciando cada tecla del viejo instrumento. Su sonido nunca nos había deleitado en el bar. 

Tocaba con sus dedos cada tecla de la misma manera en la que unas manos tiernas rozan a un niño, lentamente, comunicándose con él. Definitivamente aquel piano la había seducido hacía muchos años y la echaba de menos. 

Al escuchar el ruido del taburete mientras ella se alejaba volví a mi realidad, dejé de estar en las calles húmedas y frías de París durante el mes de febrero cuando, estando en un restaurante desde el que se podía ver parcialmente la Torre Eiffel y con esa canción de fondo, la mujer que para entonces era el centro de mi universo, había decidido en nombre de las dos que lo nuestro debía terminar. Curioso lugar para terminar una relación. El lugar más romántico del planeta me alejaba definitivamente del que consideraba entonces el amor de mi vida. Yo seguiría amándola por mucho tiempo y, sin embargo, ella había decidido amar su carrera por encima de sí misma. 

Recordé el dolor que se convertía en físico cada noche en su ausencia, los días largos, las noches aún más. Se había marchado a Oriente, a la guerra, dejando de lado todo tan solo porque tenía la convicción de que nuestra relación en un mundo como aquel era inviable y tarde o temprano terminaríamos sufriendo. 

Al terminar la canción se dirigió hacia la barra. Cecilia ya había terminado de preparar su capuchino y se retiró a un reservado, a mi juicio el más especial. Se trataba del último reservado antes de la escalera de caracol que conducía al sótano donde estaban el almacén y los aseos. En él reposaban una silla de mimbre con una mesita auxiliar a la derecha y una lámpara tipo Tiffany colgando del techo. Aquella esquina del local siempre estaba apagada. La lámpara era la única que encendía manualmente y desde hacía dos años o más permanecía apagada. Esa noche por primera vez en mucho tiempo volvería a brillar y bajo su luz ella miraba todo a su alrededor, escrutando cada centímetro de madera, cada póster, cada silla, cada mesa, cada fotografía. 

Yo seguía en mi sillón con unas ganas inmensas de saber más sobre aquella mujer. Deseaba conocer la historia de aquellos ojos grises de mirada intensa, pero por primera vez algo en mi interior me paralizaba. Las ganas de conocerla eran igual de intensas que las ganas de no hacerlo. ¿Qué me estaba pasando?