fragil martha lovera

Va de sentirse frágil.

fragil martha lovera

No me enseñaron lo que significa ser o sentirse frágil. Creo que a ninguna persona la preparan para vivirse en esa versión, al contrario, nos enseñan a ser fuertes, a luchar, a superarlo todo y así, a veces sin querer, cuelgan sobre nuestro cuello la medalla de luchador o luchadora, «¡Campeona! ¡Campeón! ¡Va!, ¿tú puedes!», sin saber el daño que esa etiqueta y esa ovación pueden ocasionar.

En estos dos meses de baja he reflexionado en profundidad al respecto pues, de golpe y porrazo, la vida me hizo recordar algo que como médica sé muy bien (la teoría siempre es más sencilla), pero que tendemos a olvidar con el trajín del día a día; me encontré frente a frente con la fragilidad del cuerpo humano.

Frágil, según la RAE, significa: «Quebradizo, y que con facilidad se hace pedazos», «débil, que puede deteriorarse con facilidad» o «dicho de una persona: de escasa fuerza física o moral». Al conectar con la fragilidad de mi cuerpo –y con ello con la de mis circunstancias y mi propia vida –, experimenté cómo me hacía sentir y ahondé en ello.

Aunque esta lesión en el pie sea una tontería –comparada con otras cosas de mayor gravedad y peor progresión y pronóstico –, ha sido la tontería que me obligó a detenerme, a dejar de hacer muchas cosas y a conectar con lo frágil que es todo, y trajo consigo una nueva perspectiva y algunos descubrimientos.  Os cuento.

Estos sesenta días he descubierto las infinitas barreras con las que las personas con diversidad funcional se topan a diario. Cosas sencillas que ni asoman por la cabeza de quienes se desplazan sobre sus piernas, por ejemplo: alcanzar un producto en la parte alta de una estantería en un supermercado, el ancho de las puertas, el tamaño de los ascensores, el temblor que provoca en el cuerpo los adoquines de las aceras y que amenazan con hacer saltar los riñones de sus fosas o el impacto que pueden tener tan solo cinco centímetro de un bordillo.

Me encontré de frente con lo complejo que puede ser adaptarse forzosamente a algo que no agrada, algo que de súbito secuestra tu independencia y autonomía, un algo que merma las actividades de tu día a día, desconfigura tu cotidianidad y además, te obliga a permanecer horas y horas en casa. Porque desde que aparece ese evento que te vuelve frágil todo ronda alrededor de lo que es posible o no alcanzar en este estado, y de lo que las citas varias permiten o no hacer. Por cierto, ¿tan difícil es agrupar las visitas médicas y pruebas a los pacientes para disminuir los desplazamientos? (Esto ya lo pensaba mi versión médica).

Ese listado es lo que ahora mismo tengo fresco en mi mente. ¿Lo más difícil? Descubrir, a través de las miradas que recibimos de otros, cómo llegamos a mirar a quienes, por alguna razón, son diferentes. ¿Lo habéis pensado alguna vez? Os explico.

Están los que directamente no miran, luego están quienes miran con lástima y apartan la mirada y por último, los que miran y además VEN y se ponen al servicio con un: «¿necesitas ayuda?». Esas personas me enamoran. Espero pertenecer a ese club. ¿Os habéis preguntado cómo miráis? Es interesante.

Sé que una lesión en un pie no es nada en comparación a lo que transitan cantidad de personas que de pronto se encuentra atrapadas en una espiral infinita que, cual montaña rusa, los sube y baja a velocidad de vértigo tras escuchar un diagnóstico que las transforma ipso facto en frágiles y cambia su vida y la de sus familiares para siempre.

Sentirse frágil es cuanto menos incómodo. ¿Quién lleva bien sentirse frágil? Sin embargo, estos días he notado que puede haber cierta belleza en la fragilidad. Según mi punto de vista, la fragilidad nos torna personas cuidadosas. Cuando sabemos que algo se puede romper, de forma natural, la tendencia es a cuidarlo más y mejor. De pronto prestamos atención a esos detalles que antes ni nos pasaban por la cabeza, (vale para la vajilla, el coche, el propio cuerpo, las relaciones o lo que prefiráis).

Por cierto, hace dos días fue el día mundial contra el cáncer de mama, y muchas de las personas que lo han sufrido –esa o cualquier otra enfermedad desgastante –,  en algún momento se han tenido que vivir, sin apenas fuerzas, con esa pesadísima medalla de «luchadora» oscilando en su cuello y se pueden llegar a sentir culpa por pensar siquiera de lejos en «dejar de luchar».  aunque sea un día, aunque sea para reposar un poco. Duro, muy duro. Así que me he propuesto ser más cuidadosa al respecto.

¿Y ustedes? ¿Se han cruzado con vuestra versión frágil?

reparar 2 martha lovera

Va de reparar y (Re) pararse

reparar 2 martha lovera

A veces vivimos tan deprisa que no somos conscientes de la necesidad de parar y reparar(se). Vamos como pollos sin cabezas, corremos a toda prisa sin saber muy bien a dónde ni para qué. Y es cuando de golpe y porrazo un evento fortuito nos detiene. Lo hace de forma abrupta porque quizás, y digo quizás, sea la única forma de que paremos.

Según la RAE, reparar tiene, nada más y nada menos que, once acepciones. De todas ellas, las que atañen a este caso en particular –el mío–, y en orden secuencial son, en primer momento: “pararse, detenerse o hacer alto en una parte”; seguido de: atender, considerar o reflexionar”; para continuar con: “restablecer las fuerzas, dar aliento o vigor para así, finalmente llegar a: “arreglar algo que está roto o estropeado”.

¿A que es una maravilla? Este único verbo ha sido capaz de describir todo un proceso, el que durante este tiempo en el banquillo –como jugadora emergente, no como acusada –, he llegado a comprender (al menos eso creo).

Durante este tiempo en el que la vida me forzó a hacer un alto en el camino, atendí y reflexioné sobre tantas cosas que podría escribir las entradas del próximo año y dos novelas más con ellas. Este tiempo mirándome (y mimándome) me dio la oportunidad de restablecer fuerzas, recuperar el vigor y ahora, toca la última fase, la de arreglar lo que está roto.

¿Cuántas cosas rotas hay en nuestras vidas, aunque no lo parezcan? Hay cosas que se rompen sin hacer ruido, sin que se vea grieta alguna, sin causar dolor (en apariencia). También hay roturas que nos crujen por dentro, retumban en nuestros días, tambalean nuestras certezas y nos quitan el aliento. Pero no lo vemos, ni lo sentimos, porque… vamos corriendo.

Y de pronto, algo sucede, nos detenemos, y el tiempo (la gente, la vida) sigue adelante pero sin nuestra presencia. Hemos quedado inmóviles, quizás es el dolor el que nos impide seguir a lo loco, a veces es cuestión de mecánica (no podemos movernos). Y es cuando reparamos (consideramos) en que hacía tiempo que algo no iba bien, hacía tiempo que el cuerpo nos avisaba –porque el cuerpo siempre sabe y avisa –, hacía tiempo que algo no encajaba y no fluíamos. Nos tropezábamos, llegábamos tarde, olvidábamos cosas, ¿no dormíamos bien? Pero nosotros, a la nuestra. «¿Hay quienes están peor!, ¡pero si no puedo quejarme!», nos repetimos.

Día a día, las horas pasaban frente a nuestros ojos y nosotros, a la carrera, al trabajo, a las obligaciones, a los deberes y las obligaciones. ¿Y cuándo nos priorizamos? ¿Cuándo? ¿Cuándo ya no queda de otra? Esa suele ser la opción por la que solemos decantarnos la mayoría. Nos miramos cuando ya no hay otra cosa en la que reparar, cuando ya no hay nada con qué distraernos.

Nuestro cuerpo sí que sabe cómo hacerlo (parar y repararse). Aún con nuestra escasa o nula colaboración, el cuerpo tiene sus ciclos para repararse. Disminuye la marcha cuando hace falta, acelera el ritmo cuando es necesario. Pero nosotros, a la nuestra. Si un día notamos más cansancio (eso es de improductivos), en lugar de hacer lo que el cuerpo nos pide –descansar –, nos largamos al gimnasio, de ruta por la montaña «porque solo puedo los domingos», y nos machacamos.

Si un día nos pide silencio, colocamos música a todo volumen o hablamos sin parar con tal de no escucharnos. Porque eso de enterarse de lo que realmente se siente y desea, asusta porque no siempre gusta. Si un día nuestro cuerpo nos pide soledad y quietud –¿Quietud? ¿Silencio? ¿Pero qué es eso? ¿Para qué sirve?–, nos escondemos en un «no tengo tiempo», mantenemos el plan trazado y quedamos con nuestros amigos, con la familia, con los colegas del curro, del gimnasio (con todos a la vez, cuantos más mejor), todo con tal de no estar a solas con nuestro propio ser, con tal de no escuchar nuestras necesidades y atenderlas.

Y así siempre, erre que erre. Corremos, lo hacemos a diario sin darnos cuenta y en todos los ámbitos; en el trabajo, las relaciones y hasta con los pasatiempos. Y, no conforme con eso, lo transmitimos a los peques, ¡Ale!, al inglés, al karate, al futbol con la excusa de que aprenda. Y sí, aprenderá muchas cosas, también a estar ocupado y a no atenderse. Y como no paramos y no nos permitimos repararnos, el cuerpo (o la vida en su infinita sabiduría), un día se apiada de nosotros y nos pone una zancadilla, y ¡zas! Nos hace parar, con una caída (como a mí), enfermando o con alguna pérdida (despido, ruptura, desempleo o todas a la vez).

Es cuando finalmente, obligados, buscamos un refugio donde repararnos, y por fin nos damos cuenta de cuánto necesitábamos reparar, de cómo necesitábamos esa parada, de cuánto daño nos estábamos haciendo.

Y vosotros, ¿desde cuándo no paráis?¿Cuál es vuestro refugio donde repararos?

ceguera martha lovera

Va de sufrir ceguera sin ser ciego.

ceguera martha lovera

Ceguera, según la RAE, aparte de: “total privación de la vista” o “especie de oftalmia que suele dejar ciego al enfermo”, también significa: “alucinación, afecto que ofusca la razón”. Y a eso me refiere cuando afirmo que no es lo mismo ser ciega que estarlo, porque podemos estar ciegos sin necesidad de serlo por ejemplo, cuando nuestros órganos visuales funcionan perfectamente pero no logramos ver. ¿me seguís?

Echando mano de esta acepción pienso que muchas personas estamos o hemos estado alguna vez sufriendo de ceguera. Lo estamos cuando algo nos nubla hasta el punto de vendarnos los ojos, y vaya si hay situaciones, circunstancias, momentos y personas que pueden cegarnos. Desde esta perspectiva, considero que podemos quedarnos a ciegas de dos maneras, o porque nos encandilan o por quedarnos a oscuras.

Según lo veo, el primer mecanismo podría darse cuando algo hermoso, sublime o maravilloso se posa frente a nuestros ojos y, al recibir su destello, sucede lo mismo que al mirar al sol, que imposibilita ver lo que es. ¿No sucede así cuando nos enamoramos? ¿Os suena de algo? Estoy segura que sí.

Qué bonita sensación esa y qué duro cuando, nada más se ajustan las pupilas, logramos ver que, lo que parecía tan brillante, en realidad solo era un espejismo. ¿El motivo? La caída de las hormonas del enamoramiento que nos estampa contra la realidad. Lo bueno es que, nada más recuperamos la visión, casi siempre se ha establecido un vínculo y la voluntad y el compromiso abren paso al amor, aunque esto no siempre sea lo adecuado, pero eso da para otra entrada.

La segunda causa de ceguera, según mi opinión, es la oscuridad absoluta, esa en que muchas personas hemos estado en algún momento de nuestras vidas. Cuando algo doloroso nos golpea y nos empuja al lado oscuro, empañando las gafas con las que vemos la vida.

Una decepción, una ruptura, la pérdida de un ser querido, hace que perdamos la capacidad de disfrutar del brillo que hay en la alegría de lo cotidiano. De pronto todo está en una escala de grises vacía y triste. A veces sucede por el efecto de sustancias que nuestro organismo secreta, como cuando se eleva el cortisol (la hormona del estrés) y nos paraliza, y nos sumerge en tal ceguera que hasta dejamos de ver quiénes somos. ¿Pero solo el dolor puede cegar? Creo que no, creo que la mayor ceguera es la ignorancia.

Estos días, a propósito de lo que sucede en el mundo, he visto con dolor cuánta ceguera produce la ignorancia, la falta de empatía y las ansias de poder y control. Lo que unos cuantos están haciendo a diario con millones de personas lo confirma, por ejemplo, lo que están haciendo a la población afgana.

Siempre que la ignorancia se hace con una posición de poder, ciega y deja ciegos, y lo peor, quita luz a millones de inocentes.

Qué dolor y qué pena que haya tanta ceguera que, unida a que muchas personas miramos en otra dirección, provoque que a demasiados inocentes les apaguen la luz de la vida . Y no solo se los deja a ciegas, también sordos, mudos e inmóviles ante la impunidad con la que campan la injusticia, el despotismo, el dogmatismo y el autoritarismo. ¿Cuánto sufrimiento necesitamos como humanidad para dejar de mirar desde lejos, fijar la vista en lo verdaderamente importante y pasar a la acción?

Hoy el foco de esos seres oscuros está allá, en Afganistán, Cuba o Venezuela (para hacer corta la lista), y nosotros (desde una posición privilegiada) miramos desde la talanquera, y olvidamos que ese foco puede cambiar en cualquier momento.

Me permito recordarnos que un día, no hace mucho, el foco estuvo aquí. No hace mucho, por estas fechas y por estos lares, le apagaron la mirada a millones de inocentes, entre ellos a un poeta, el que quería todo verde, el que le pedía a la luna que huyera. A Lorca lo cegaron porque veía el mundo, el amor y las relaciones de forma diferente a la de sus opresores. Por fortuna sus letras transcendieron a la ceguera de sus captores y asesinos ( y la de quienes miraron hacia otro lado) y, pese a ellos, muchos años después, Lorca aún sigue vivo.

Pero no todos han podido vivir después de que les mataran y se nos olvida. Lo olvidamos porque ahora estamos bien, porque quienes tienen afición de sacar los ojos a inocentes están ahora en otra geografía, pero en cualquier momento podemos ser nosotros la diana de su ignorancia y su odio.

¿Cuándo vamos a dejar de estar en esa ceguera infame?

¿Cuánto sufrimiento más estamos dispuestos a permitir, porque no es nuestro?

sosten martha lovera

Va del sostén que damos y nos dan.

sosten martha lovera

En Venezuela, mi país de origen, la palabra sostén se utiliza con demasiada frecuencia solo en una de sus acepciones, la de: “prenda interior femenina para ceñir el pecho”, lo que viene siendo el sujetador español. De adulta, y estando aquí en España, descubrí que esa palabra tenía más usos en el día a día. Y es que en Venezuela no sostenemos, sujetamos ni cogemos las cosas las cosas, ¡las agarramos!; así que no pasaba por mi mente utilizar esa palabra, sostén, para otra cosa que no fuera referirme a la pieza de lencería femenina.

Según el diccionario de la Rae, sostén, también significa: “acción de sostener; persona o cosa que sostiene; apoyo moral, protección”. También de adulta descubrí la hermosa aplicación que puede tener una palabra como esa cuando se lleva a la acción. Me tocó aprender que cuando escuchaba en silencio a alguien que lloraba frente a mí le estaba sosteniendo; que cuando una amiga, sabiéndome de bajón, elegía dar una paseo a mi lado sin decir palabra alguna lo que hacía era sostenerme. ¡Qué bonito es sostener y qué hermoso es ser sostenida!

Día a día trabajo con la fragilidad del ser humano y veo cómo una enfermedad puede acabar con todo lo que dábamos por sentado, afectos incluidos y, durante estos años ejerciendo la medicina, he observado que todo ser humano en algún momento de su existencia necesita de sostén, y es evidente que no hablo de la prenda de vestir, hablo del apoyo, soporte, cuidado, cariño y el mimo que se necesitan en momentos duros, esos en los que parece que se abre el suelo bajo nuestros pies o cuando la vida decide caernos encima como la enorme piedra de la foto. Seguro ya sabéis de qué hablo.

Hay estadísticas que señalan que una persona se enfrentará a una media de entre ocho a diez situaciones de ese tipo a lo largo de su vida. Una ruptura amorosa, el distanciamiento de un amigo, la pérdida de un trabajo, la muerte de un ser querido o una enfermedad grave suelen ser el tipo de vivencias en las que se requiere sostén pero, ¿cuándo se aprende esto si a la mayoría nos enseñan que caer no es bueno, que mostrarse vulnerable es malo?

El sostén de nuestra existencia es algo que solemos colocar fuera de nosotros, como esas barras de hierro con las que se apuntalan los edificios a punto de derrumbarse o la malla que se tiende bajo unos trapecistas mientras actúan, sin embargo, considero que nos deberían enseñar desde muy temprana edad que, el mayor sostén de nuestra alma, está en nuestro interior.

La red sólida y flexible de vínculos que responden y apoyan a lo largo de la vida a veces se estira y encoje según las circunstancias, pero en ciertos vínculos, la función sostenedora, es algo que suele darse por sentado; familia, pareja y amistades íntimas suelen estar a la cabecera de quienes “deben” ejercer esa función, como si cada persona de nuestra vida viniera, irremediablemente unida como un pack indivisible e inmutable, a una función que se espera según el tipo de relación que se forja con ella, pero ¿todas las familias sostienen a sus miembros? ¿Todos los amigos están siempre a nuestro lado para apoyarnos? ¿Todas las parejas se apoyan mutuamente?

Lamentablemente no es así. Durante mi experiencia profesional y personal no han sido pocas las situaciones en las que he sido testigo de personas que, teniendo amistades, familias y parejas, de pronto se encuentran transitando una situación dolorosa y crítica en soledad, convirtiéndose en un mal llamado “problema social”. De hecho, existe lo que se denomina “cuidador no válido”, personas que, por alguna razón que a veces escapa a su voluntad, carecen de la capacidad o habilidad para sostener a otra.

Hay quienes, en esas situaciones, eligen permanecer solos, aislados, por el mismo amor que sienten por sus afectos: “es que no quiero hacer que mi gente lo pase mal”, he escuchado varias veces. A otros, sabiendo que necesitan ayuda, apoyo, compañía y sostén, el orgullo, la soberbia o el pánico les impide solicitarla expresamente: “No soy inútil. Yo solo puedo con esto”. Hay quien sorprende y, tras pocos días de interacción, sostienen como si estuvieran toda la vida a nuestro lado. Y también hay quienes, en su necesidad de ser apoyados, delegan en otros lo que solo a ellos corresponde utilizando, abusando, machacando, exigiendo y quemando a quienes prestan su apoyo de forma natural.

También están con quienes la vida ha sido tan cruel que no se fían ni de su propia sombra y se niegan a ser sostenidos. Y otros que, por más que deseen, no logran sostener nada ni a nadie y huyen dando la espalda. ¿Egoísmo, falta de consciencia o falta de empatía? A saber, quizás nunca pudieron aprender el privilegio del sostener. Y luego están, en el extremo contrario, los “dadores” o “sostenedores natos”; personas que dan y dan y dan hasta quedar exhaustas; quienes pueden llegar a olvidar sus propias necesidades con tal de erigir su particular cruzada por sostener lo insostenible… ¡Qué agotador!

El caso es que todas y todos somos vulnerables, por más que no disguste y, en cualquier momento y de la forma más absurda, la vida puede cambiarnos y es cuando, en el dolor de la vulnerabilidad, se agradece contar con nuestros sostenes. Créanme cuando os digo que suele ser una situación muy dolorosa, tanto necesitar sostén y no tenerlo, como ofrecer sostén a un ser amado que lo rechaza. Así que, en mi opinión, lo mejor es tener las cosas claras desde el principio, hablar las cosas y llegar a acuerdos ¿Puedo contar contigo si ocurriera algo grave o solo para tomarnos unas cañas los viernes? Es cierto, no es una pregunta que se haga de forma habitual a nuestras relaciones, independientemente del tipo de relación que sea, sin embargo, ¿no os parece que estaría bien saber desde el principio a qué atenerse?

En mi opinión, definir, concretar y llegar a acuerdos en las relaciones no solo es necesario, sino que es sano, y es responsabilidad de cada persona cultivar e invertir en su red de apoyo, en esos vínculos que, durante una crisis, terminarán fortificando los cimientos de la propia vida hasta, en algunos casos, evitar nuestro derrumbe o al menos hacer menos doloroso el declive y apoyarnos a recoger los escombros, pero para ello no se puede dar nada por sentado, hay que comunicarse y preguntar de forma amorosa un ¿cuento contigo?, porque puede ser igual de doloroso esperar el sostén de quien, por alguna razón, no quiere o no puede darlo, como intentar sostener a quien no desea ser sostenido.

Ojalá nuestra sociedad avance lo suficiente como para que, por tradición, cultura y sin darlo por sentado, seamos capaces de crear redes para sostener a las personas más vulnerables; que aprendamos desde peques a crear vínculos de apoyo y cuidado amoroso; relaciones honestas, serenas y equilibradas en las que la reciprocidad sea la norma, porque más que nunca son tiempos de cuidarnos y sostenernos les unes a les otres.

¿Y ustedes? ¿Cuándo fue la ultima vez que necesitaron sostén? ¿Y la última vez que sostuvieron?

enredarse martha lovera

Va de enredarse y enredar.

enredarse martha lovera

Me fascinan las enredaderas; la forma con que se enredan y adhieren a las superficies y forman un tejido firme que les permite sostenerse y también, por qué no, lucir bellas. En botánica también las denominan plantas trepadoras, pero este término me gusta menos, porque significa que se encaraman sobre algo (vivo o muerto) y lo parasitan de forma mecánica para competir por la luz del sol. Bien se sabe la connotación que tiene que una persona sea calificada de “trepadora”.

El caso es que, volviendo a las plantas, me gusta ver las enredaderas. Disfruto al observar con detenimiento su recorrido. ¿Mis favoritas? La buganvilla, el jazmín (¡qué olor, por favor!) y la hiedra, que cambia de color según la estación; a veces tan verde y otras tan roja. Las enredaderas tapizan todo a su paso llenándolo de color y, según la especie, de flores. Pero como sabéis la capacidad de enredar y enredarse no es única de las plantas.

Enredar, según la RAE, significa: “prender con red; tender las redes o armarlas para cazar. Enlazar, entretejer, enmarañar algo con otra cosa”. También significa: “meter discordia o cizaña; meter a alguien en obligación, ocasión o negocios comprometidos o peligrosos; entretener, hacer perder el tiempo; revolver, inquietarse, travesear”.

Enredarse es sinónimo de confundirse o aturdirse al decir o hacer algo y también, cómo no, meterse en algo complicado, y las personas podemos ser muy diestras en ello. Podemos complicarlo todo hasta límites insospechados, de forma tal que llega un momento en el que nos descubrimos dentro de una maraña invisible que son nuestras propias decisiones y elecciones, y a veces, a consecuencia de ellas, terminamos por enredar a otras personas.

Sin embargo, no todo enredo es negativo, hay tejidos que, teniendo forma de red, liberan en lugar de atrapar. Por ejemplo, la red de vínculos que nos sostienen día a día. Esas personas maravillosas que nos aman y a las que amamos; con quienes discutimos y nos enfadamos (porque a veces también nos enredamos) pero que, cual trepadora, salva los obstáculos a su paso con tal de lucir su verdor. También está la red que tejemos profesionalmente, o gracias a nuestras aficiones, que nutren nuestra parte intelectual y nuestra curiosidad.

¿Y qué decir de las miles de millones de células de nuestro cuerpo? Están literalmente en red y se comunican con el único objetivo de mantenernos con vida. ¡Qué maravillosa es la naturaleza! Neuronas, células musculares, y el hermoso colágeno están dispuestos dentro de nuestros cuerpos a modo de red y, con sus funciones, nos permiten vivir.

Es cierto que muchas veces, en nuestro afán humano de establecer vínculos, de relacionarnos y de hacer red (se nos da de forma natural, es una de nuestras necesidades básicas), nos enredamos en sentimientos que lejos de conectarnos con otras personas terminan por aislarnos. Nos dejamos enredar en pensamientos que cual trama despiadada condiciona nuestros sentimientos y modifican nuestra actitud (y a veces, merma nuestras aptitudes). ¡Cuánto cuesta zafarse de ese enredo! Pues, como a las plantas, de tanto en tanto, también toca podarlos.

Pienso que las redes son necesarias, vitales, sin embargo, considero que mucho nos queda por aprender para dejar de enredarnos y así evitar enredar a los demás. Hay que aprender a zafarse de predadores que desean lanzar su red sobre nosotres. Pues sí, aceptémoslo, hay quienes van al acecho y en sus manos llevan redes invisibles que oprimen, capturan, siegan e inmovilizan; redes que nos alejan de nuestra esencia disfrazándolo de amor. Esas redes aíslan y alejan de quienes, siendo fieles testigos del daño del que no somos conscientes, intentan desenredarnos.

A días me siento enredada, y a días me reconozco parte esencial de una red tan grande y elevada que abarca el universo entero. Feliz de la red que, sin ser muy consciente hasta ahora, he ido tejiendo durante años. A días siento pena porque se me fue uno que otro hilo de esa red (como el hilo de una media panty que corre deprisa pierna abaja).

Pero las redes se tejen y se deshacen a un ritmo que parece gobernado por unas manos ajenas a las propias. Supongo que es eso que llamamos vida, ¿no?

¿Y ustedes? ¿Desde cuándo no se enredan? ¿Cuándo fue la última vez que podaron su enredadera?

plantar martha lovera

Va de plantar/se.

plantar martha lovera

Siempre he admirado a quienes tienen habilidad (y paciencia) para plantar y cuidar las matas. No me consideraba perteneciente a ese club de aficionados a la botánica, al menos no hasta este año durante el que, como si de un resorte se tratase, nació desde mis profundidades la necesidad de reverdecer. Quizás fue producto del encierro vivido durante los primeros meses de pandemia lo que impulsó en mí las ganas de verdor. Lo cierto es que hasta hace muy pocos meses creí que las plantas no eran lo mío.

Plantar, según la Rae, tiene diecisiete acepciones. ¡Mira que es bonito el castellano! Y con esos conceptos en mente descubro que mientras unos metemos un vástago en la tierra, otros fundan algo; mientras alguien da un golpe, otro deja esperando o abandona a una persona. Unos plantan al decirle algo a otra persona con tal claridad que los deja aturdidos y sin embargo algunos plantan cuando se resisten a algo. Un dato curioso es que un animal también planta, lo hace cuando se detiene de forma obstinada y, cuando jugamos a las cartas, nos plantamos cuando no queremos más de lo que tenemos. Insisto, qué maravilloso nuestro idioma.

En mi inmersión en el arte de plantar (poblar de plantas un terreno, según la Rae), he aprendido unas cuantas cosas. La primera, que los principiantes, a la mayoría de plantas las matamos ahogadas; las regamos y regamos por miedo a que se sequen, ignorando sus necesidades. La segunda, que la vida vegetal tiene ritmo propio y no vale con apuntarse en un calendario el día de riego y seguirlo a rajatabla. No, no, que eso sería muy sencillo. Resulta que para saber cuándo regar las plantas hay que mirarlas, olerlas y hasta meterles el dedo en la tierra a ver si necesitan agua. La tercera, que aunque al comprarlas nos aseguren que son de exterior (o interior), al parecer la planta cuenta con un sistema de detección de “su lugar adecuado”, me enteré cuando una Cheflera (que se presupone de exterior) se me chamuscó y revivió durante unos días dentro de casa.

Parece que plantar de lo que va es de aprender a bailar con los ciclos de cada especie. ¡Como la vida misma! Esta idea me hizo investigar (ya sabéis que soy muy friki), y al parecer en 1966 a un científico experto en el manejo del polígrafo, Cleve Backster, un día aburrido le dio por colocar electrodos a una planta y ¡sorpresa!, nada más el investigador pensó (sí, habéis leído bien, PENSÓ) en quemar sus hojas, esta reaccionó y produjo un trazado. En otro experimento el trazado obtenido al regar la planta fue similar al que se obtiene en las personas que dicen sentirse felices ¿casualidad? Puede ser, pero de igual manera me maravilla y da que pensar. Si a las plantas les llega nuestras intenciones, ¿qué pasará con los humanos que nos rodean?

No dispongo de un polígrafo y, de momento, no hablo con las plantas —al menos no como si de una amiga se tratase, solo les digo lo guapas que están y lo que las disfruto mientras leo en mi balcón o en el salón de casa, que se ha transformado en un trocito de selva—, el caso es que he aprendido a notar sus cambios, noto si les gusta estar acompañadas de otras especies o no. ¿Como nos sucede a los humanos? Puede ser. Quizás solo sea cuestión de presencia y atención, ¡como nos sucede a los humanos!

Y mientras hay quienes nos dedicamos a plantar esquejes, hojas y hasta semillas para multiplicar la vida, hay quienes se dedican a plantarse ante la vida y enraizar en el sustrato de su dignidad para crecer, o quienes dan plantón y donde dije digo, digo Diego.

Sea cual sea la forma en que cada quien decida utilizar el verbo plantar, lo que a mi modo de ver parece estar claro, es que el momento de plantar/se llega por sí solo, se hace apremiante durante un paréntesis en la vida y de pronto, llega ese día en que se disfruta paseando por un vivero, admirando y oliendo la vida en forma de plantas y también, del mismo modo, si hay algo que sobra, aparece con el mismo apremio, el momento de plantarse.

¿Y ustedes? ¿Cuándo se plantaron por última vez?

cuidado martha lovera
cuidado martha lovera

Va de cuidar(se) y ¿tener cuidado?

¿A quien no le han dicho alguna vez “ten cuidado” o “¡Cuídate!”? Cuando pienso en la palabra cuidado, siento que denota algo que a la mayoría, desde temprana edad, nos enseñan a “tener”, pero a muy pocas personas se nos instruye en lo que considero el arte de cuidar y ser cuidado (que no es lo mismo que tener cuidado).  

Cuidado, según el diccionario de la RAE, tiene las siguientes acepciones: “solicitud y atención para hacer bien algo; acción de cuidar (asistir, guardar, conservar); recelo, preocupación, temor”. También se utiliza para advertir que un peligro está cerca o que hay riesgo de caer en algún error.

Como seguramente habréis experimentado, toda madre que se respete dice a su prole al salir de la casa, como si de una cantaleta se tratase, “ten cuidado”, sobre todo si se trata de una niña. La frecuencia de este gesto se eleva exponencialmente cuando esa niña se vuelve una adolescente y empieza con sus salidas nocturnas. Lo que me produce tristeza es que nuestras madres, aunque estemos en la adultez y casi rondando la cincuentena, sigan sintiendo esa necesidad de advertir a sus hijas de los peligros que acechan a las mujeres y sigan gritando ese “ten cuidado”, pero he descubierto que es su forma de cuidar.

Cuidar a veces no es sencillo, porque en el intento de hacerlo, en ocasiones, se causa daño. En mi caso por ejemplo, en mi afán por “cuidar” mis plantas, sin querer terminaba ahogándolas de tanto regalas. (Aplíquese esta frase a relaciones al igual que a las plantas). Así que me ha tocado aprender a cuidar de otra forma, aprender que a veces cuidar es dejar de regar.

En este aprendizaje (que parece no acabar) me di cuenta de que me era/¿es? sumamente difícil recibir cuidados porque me incomodaba, me hacía sentir que necesitaba de otras personas. Sabéis de lo que hablo, ¿a que sí? Así que en este proceso he comprendido que cuidar, igual que dejarse cuidar, es un arte, y que como todo arte se puede aprender y entrenar; y que hay tantas formas de hacerlo como personas hay en el mundo.

Hay quienes cuidan enviando un mensaje inesperado preguntando “cómo estás”; otros hacen de comer, otros abrazan. Hay quienes para cuidar minan el teléfono de emojis sonrientes. Otros llaman una vez por semana y otros improvisan un secuestro exprés a modo de paseo. A algunos les da por hacerte reír hasta el llanto y hay quienes regalan silencios nutricios de esos que acompañan. Lo que he observado es que para cuidar, según mi punto de vista, hay que querer. Y no hablo de querer como el acto de sentir amor, que también, sino de tener la voluntad de hacerlo, de resolver y tener la determinación de transformar la palabra en acción.

En el otro extremo están los que, a sabiendas de que necesitan ser cuidados, se resisten, luchan, agreden y se ponen a la defensiva o incluso desaparecen con tal de no sentirse vulnerables. También están los que crecieron creyendo que los golpes, los celos y los insultos son una forma de cuidar y querer. “Si ese niño te golpea es porque te quiere” ¿os suena? (menuda locura) Y también existen quienes se vuelven adictos a que otras personas los “cuiden” y se olvidan del acutocuidado. ¡Qué bonita palabra y qué tarde se la conoce!

El caso es que considero que, antes de enseñarnos a tener cuidado o a cuidar deberían enseñarnos a practicar el autocuidado para así poder cuidar y dejarnos cuidar de forma consciente y ecológica; porque también están los que desde temprana edad confunden cuidar con oprimir y tiranizan un acto de amor con exigencias.

Quienes saben de psicología dicen que quienes elegimos profesiones como la medicina, los servicios sociales o la misma psicología somos “cuidadores natos”; como si hubiera un gen que predisponga a quien lo porta a cuidar (lo mismo es así y no lo sé) y además ya si eres una mujer (que se siente como tal) parece que socialmente el cuidar está dentro de tus deberes (casi obligaciones) y la razón de ser tu existencia.

Considero que, repitiendo una frase que me fascina de Alex Rovira “amar es cuidar”, quien sea capaz de sentir amor (y todes tenemos esa capacidad) también tiene no solo la capacidad, sino la responsabilidad de cuidar; independiente del sexo o el rol que elija, pero hay que empezar por cuidarse a una misma/o, sin embargo ¿a quién le enseñan esto en la escuela?

¿Y ustedes? ¿Cómo llevan eso del autocuidado?

fortuna martha lovera
fortuna martha lovera

Va de sentir y vivir fortuna.

Fortuna, según la RAE, significa: “Encadenamiento de los sucesos, considerado como fortuito, circunstancia casual de personas y cosas; suerte favorable y éxito”. Quizás por ello en nuestra sociedad está popularizada que fortuna es que a la gente le vaya bien, porque se identifica con la acepción de “éxito”. Sin embargo, al parecer, su significado es variado, tanto como personas hay. ¿Y cómo llegué a esta conclusión? Os lo cuento.

Hace unos días un conocido y yo debatíamos acerca de lo que significa ser afortunado. De esa conversación concluimos que es algo tan subjetivo como el concepto de felicidad, depende de lo que para quien es prioritario. Esa persona insistía en que para él la fortuna era tener dinero. Al escucharlo me pregunté ¿para qué? También dijo que fortuna era tener un buen trabajo y yo volví a preguntarme en mi interior: ¿para qué? Y así, con cada una de sus respuestas, me fui sumergiendo en la reflexión acerca del significado que le doy a la fortuna, porque como muchas cosas en la vida, creo que una cosa por sí misma no tiene mayor significado que el que le otorgamos.

En esa reflexión descubrí que para mí la fortuna no va unida a lo material. No es tener doce cifras en una cuenta bancaria, una casa enorme frente a la playa o un costoso deportivo. Fortuna para mí es no tener que esperar al fin de semana para disfrutar de tu familia y amigos. Significa no ansiar que lleguen las vacaciones para irte de viaje y no tener que arañarle tiempo a una jornada laboral de ocho, doce, diecisiete o veinticuatro horas para dedicar unos minutos a hacer lo que realmente te apasiona.

Para mí fortuna es decir: “hoy me quedo en casa y en pijama” y poder hacerlo; o que se estropee el frigorífico, el coche o la lavadora y no enloquecer pensando en cómo resolverlo, no porque se cuente con suficiente dinero para solventar imprevistos sino porque se tiene la certeza de que entre las capacidades propias y la red de apoyo construida con vínculos sólidos, cualquier percance será superado.

Para mí fortuna es no tener miedo de enfermar porque se tiene acceso a los servicios sanitarios y a los cuidados necesarios. Fortuna es decir: “voy a echarme la siesta en la playa” y poder hacerlo. Es que te apetezca comer algo y poder comerlo. Es poder vivir de lo que te gusta y hacer lo que te apetezca sin sentirte preso de los condicionamientos o juicios ajenos.

Considero que fortuna es tener agua corriente que sale del grifo. Es tener hambre y poder comer. Es poder andar, respirar y sentir con cada uno de los sentidos. Fortuna es mirar alrededor y sentirse agradecida por esos vínculos que mejoran nuestra vida y transforman un día cualquiera en maravilloso después de preguntar: “¿qué haces? ¿Paseamos?” Y que ese paseo se transforme en desayuno y charlas animadas frente al mar; y risas y abrazos donde una se siente mirada, nutrida y feliz porque son un refugio donde repararse.

Según mi forma de ver, fortuna es poder convertir un miércoles en domingo y escabullirse del ajetreado ritmo de la ciudad para perderse paseando en la naturaleza, porque según mi visión, la fortuna se viste de cotidianidad cuando no se teme perder la vida entre disparos y bombas, o a consecuencia de una enfermedad; cuando no se corre peligro por caminar de la mano de la persona que se ama; cuando no se siente miedo a ser capturada, amordazada, apaleada, violada o vendida al mejor postor.

En mi opinión, la fortuna no tiene nada que ver con lo fortuito aunque sea uno de sus significados. Tampoco es casual ni está relacionada con la suerte. Para mí la fortuna es algo que se siente, se ejercita y se construye, y que conste que no estoy hablando de dinero, que también.

¿Y ustedes? ¿Cuándo fue la última vez que sintieron la fortuna en vuestros días?

vulnerable martha lovera
vulnerable martha lovera

Va de sentirse vulnerable

Hace unos días que pienso acerca de lo que significa ser vulnerable, acerca de la vulnerabilidad y en cómo muchas personas huimos de ella. Vulnerable, según la RAE, significa: “Que puede ser herido o recibir lesión, física o moralmente”.

Y sí, queramos o no, nos guste o no, todas y todos en algún momento somos diana de algo o alguien que termina por herirnos. Sin embargo, pese a ese daño, considero que hay algo hermoso y difícil de explicar en la vulnerabilidad, y es que esta se define como una cualidad; “elemento o carácter distintivo de la naturaleza de algo o alguien”; entonces la vulnerabilidad es la cualidad de ser vulnerable, y los seres humanos nacemos con esa distinción, está en nuestra naturaleza desde que existimos. En mi opinión no hay nada más potente y a la vez más frágil que un embrión abriéndose paso a la existencia. Reconozcámoslos de una vez, somos vulnerables hasta la médula y hasta el día de nuestra muerte, aunque nos desvivamos por negarlo y ocultarlo.

Pienso que quizás nuestro problema con la palabra vulnerable viene porque la confundimos con debilidad, y nada más lejos de la realidad; considero que para mostrar las costuras hay que ser fuerte y valiente, porque significa rasgarse las vestiduras y mostrar nuestro interior. Cuando mostramos nuestra fragilidad nos volvemos más amables, y no porque nos tornemos complacientes o afectuosos, -es más que probable que cuando nos percibimos en situación de vulnerabilidad seamos algo hostiles-, sino más bien, como la misma palabra indica, porque nos volvemos “digno de ser amado.

Sería maravilloso mostrar la vulnerabilidad sin tapujos ¿a qué sí?, pero en una sociedad que sigue educando en la competencia y la rivalidad, donde se sigue inculcando que gana el más fuerte, que las lágrimas se guardan y que se debe estar bien a toda costa parece complejo. En una sociedad que aboga por la cultura del esfuerzo (a veces desmedido), de atropellar a quien encontremos en el camino con tal de conseguir nuestro objetivo; una sociedad que ha extraviado valores como el respeto, el amor al prójimo y la ética, y para mi gusto con demasiados indiferentes e ignorantes sueltos que andan por allí mirando solo sus ombligos, se hace cuesta arriba dar libertad a eso que nos hace frágiles, mostrarnos sin reservas y entregarnos desde el alma.

Aún con todo, según mi punto de vista, nos deberían enseñar desde pequeños a abrir el pecho con mayor frecuencia y sin tanto recelo; a mostrar y compartir nuestra vulnerabilidad (sobre todo a los chicos, que lo tenéis peor) y así recordaríamos que está presente en todo ser humano, incluso en todo viviente (¿cuán vulnerable es una flor?); el solo hecho de estar vivos nos hace vulnerables, aunque insistamos en desconocer la fragilidad de la vida y miremos de reojo nuestra finitud. Es cierto, mostrándola se corre el riesgo de que nos dañen, pero en todo caso, ocultarla no evita ese daño. ¿Cuántas veces, sin querer, terminamos siendo heridos por quienes dicen amarnos, que es a quienes solemos mostrarnos a corazón abierto? Y ¿Qué pasa? Al final solo lloramos, rabiamos, culpamos, nos aterramos, sanamos y en el proceso aprendemos.

Algo curioso que he observado en la vulnerabilidad es que por desgracia pocas veces nos encontramos con ella desde el amor; en su lugar lo hacemos desde la rabia, la impotencia y la frustración de vernos desnudos e indefensos, o de ver a quienes amamos en situación de vulnerabilidad. Quizás porque no se ha tenido la suerte de vivir esa vulnerabilidad en compañía del amor, o porque de algún modo otros se han aprovechado o burlado de ella.

Quizás por eso cuesta tanto reconocerse vulnerable y aprender a serlo con la serenidad, solemnidad y respeto que en mi opinión amerita, porque ignoramos que cuando la vulnerabilidad y el amor bailan juntos se crea el más hermoso de los vínculos.

¿Y ustedes? ¿Cuándo fue la última vez que os vivisteis vulnerables?

img 1387

Por fin, después de tanto tiempo y esfuerzo invertido, ha llegado el momento que tanto he esperado durante casi dos años: la salida a la luz de mi primera novela, Eternamente en tus ojos.

Con una mezcla de emociones y sentimientos moviéndose a toda velocidad dentro de mi alma, os anuncio con alegría que Eternamente en tus ojos ya está a la venta.

Sale a la luz con un hermoso cuerpo creado por el equipo de la editorial Hebras de Tinta y la portada hecha por una ilustradora mexicana Karla Cuellar, una mujer potente que admiro y con la que conecté de manera muy especial.

También tuve la fortuna de conectar con Paco Melero (editor de Hebras de Tinta) desde el primer minuto. Para mí era fundamental encontrar un trato amable y cercano y que se cuidaran los detalles de esta aventura que es la autopublicación de mi primera novela.

Espero y deseo que la disfruten tanto como yo disfruté del proceso.

Podéis haceros con ella clicando aquí y os llegará dedicada.

También la encontrareis en: Librería Publics en Dénia, Librería y papelería puerto en Xàbia, Librería Cómplices en Barcelona, Librería Berkana en Madrid, Librería La Rossa en Valencia, Librería Pynchon en Alicante, Librería Pipper en Guadix, Librería Martínez en Zújar, Librería BDP en Sitges y en la web de Hebras de Tinta.