espiral martha lovera

Va de aprender a salir de la espiral.

espiral martha lovera

Una espiral, sobre todo cuando la veo en la naturaleza, me provoca fascinación. Observarla me cautiva de forma tal que parece que me sumerjo en una especie de hipnosis. Esa curva, perfectamente trazada que gira sobre ángulos tan precisos hasta el infinito, se adueña de mi atención hasta desconectarme de lo que me rodea. 

Hace algún tiempo, investigando acerca de esa maravillosa perfección, di con una famosa fórmula matemática, la secuencia de Fibonacci, una sucesión infinita de números naturales de la que resulta la espiral áurea. ¿Habéis oído hablar de ella? Resulta que, hace muchos años, en la India, un tal Pingala descubrió la secuencia matemática. Más tarde, Leonardo de Pisa, la daría a conocer en occidente a propósito de la cría de unos conejos. ¡Lo que dieron de sí esos animalitos! 

La secuencia de Fibonacci se trata de una secuencia numérica en la que cada número corresponde a la suma de los dos anteriores. Lo hermoso es que la espiral perfecta generada por esa secuencia está presente en múltiples configuraciones biológicas, por ejemplo: la distribución de las ramas de los árboles, de las hojas en un tallo, de las semillas en un girasol y en la concha de un nautilus. 

Y os preguntaréis, ¿por qué os suelto este rollo? Pues porque uno de los dignificados que el diccionario de la RAE da a espiral es: “sucesión creciente de acontecimientos” y, ¿Cuántas veces nos descubrimos inmersos en espirales absurdas de caos? ¿En trabajos que nos consumen, en discusiones que giran y giran sin llegar a una solución, en relaciones que nos centrifugan el alma hasta acabar con nuestra alegría y nuestras ganas?

Sin embargo, para el propósito que me trae hasta esta entrada, prefiero enfocarme en el significado de la fórmula matemática, porque para mí, ese concepto lo deberíamos tener muy pero que muy en cuenta en nuestro día a día, ¡somos la suma de los dos anteriores!

Nuestra existencia, según lo veo, es una espiral de la que no somos conscientes; una estructura perfectamente diseñada en la que cada uno de nosotros forma parte de sistemas (humanos) que oscilan en un caos perfecto dentro de un universo infinito. Venimos cargados de información que transmitimos, casi por ósmosis, a quienes se cruzan en nuestro camino y, a modo de impacto emocional, vibración o intercambio energético, altera para siempre aquello con lo que nos relacionamos.  

Nos modificamos unos a otros de forma constante, a veces imperceptible, implacable e irrevocable, y creamos una danza en apariencia caótica en la que, por más inverosímil que se nos antoje, hay un orden, el orden de lo que algunas religiones tildan de divino, y que corresponde a las leyes de ese enigmático “campo” que la física cuántica describe cada vez con mayor precisión; un campo que, cual enorme biblioteca, está pleno de información; un campo cuya materialización quizás aspira al número áureo, definido como: “número irracional que representa la igualdad entre la proporción de dos segmentos de diferente longitud, y el cociente de la suma de ellos y el segmento con más longitud”.

Y aquí viene lo que reverbera en mi mente y mis sentidos hace días, lo verdaderamente fascinante: ¡qué maravilloso sería ejercitarnos día a día en darle cabida a la magia y el misticismo de las proporciones!; a crear espacio en nuestra cotidianidad para recibir (y respetar) la igualdad que reside entre dos diferencias. A mi modo de ver, es lo que verdaderamente enriquece los sistemas humanos. 

Lo lamentable, que hay sistemas que no practican ni la proporción, ni dan espacio (respeto o escucha) a la diferencia y esa, en mi opinión, es la verdadera condena de cualquier sistema, llámese matrimonio, amistad, familia, empresa o equipo; lo que termina empujándolo hacia una espiral de fracaso que impide cualquier transformación y evolución hacia la excelencia. 

Hoy he querido utilizar esta reflexión para despedirme, momentáneamente, de este blog. ¿El motivo? No quiero que este espacio se convierta en una espiral sin sentido que gire “porque sí” o “porque toca”.

Al contrario, deseo darle el tiempo necesario para que se autorregule, y que tenga la libertad de cambiar y evolucionar tanto como me ha inspirado a mí a hacerlo. 

Me despido del blog durante un tiempo indeterminado, agradecida de cada una de las curvas que habéis transitado conmigo a través de mis letras. Obviamente seguiré escribiendo, y seguiré a vuestro alcance a través de las redes pero, de momento, se vienen curvas de cambios en mi vida que requieren mayor (y mejor) atención por mi parte. 

Seguiremos encontrándonos en esta espiral eterna que es la vida. Mientras tanto, os animo a reflexionar sobre las espirales que tenéis activas en vuestras vidas, esas que os restan os consumen y os quitan la libertad de ser. Y, si podéis, salid de allí corriendo. Si por el motivo que fuera no podéis, os recomiendo buscar ayuda. A veces resulta muy difícil salir de una espiral.

per version martha lovera

Va de versiones y perversiones

per version martha lovera

¿Cuántas versiones nos habitan? Hoy quiero empezar la entrada con esta pregunta, me ronda estos días a propósito de que alguien me dijo una frase muy sonada: «¡No conocía esa versión tuya!», refiriéndose a mi versión de escritora. ¿Somos capaces de reconocer todas nuestras versiones? ¿Cuál de ellas es nuestra mejor versión?

Según la Rae, versión, significa: «modo que tiene cada uno de referir un mismo suceso», o también: «cada una de las formas que adopta la relación de un suceso, el texto de una obra o la interpretación de un tema». Si ese suceso es nuestra vida, o ese tema es nuestra existencia, ¿Cuántas versiones propias hemos conocido? La de hija o hijo, la de hermana o hermano, la profesional; la versión de pareja, la forma de amiga, y sí, también nuestra versión infantil que, de vez en cuando se hace oír con alguna pataleta.

Versiones cada cual con sus peculiaridades porque, no es igual nuestro comportamiento en el trabajo que en la intimidad con un grupo de amistades. A veces exteriorizamos nuestra versión alegre, otras la pesimista; en ocasiones es nuestra versión más caótica la que se hace con el mando y otras sale a la luz la ecuánime y nos salva. Parece que dentro de nuestra alma y nuestra mente habitan múltiples versiones, como si de personajes de una obra de teatro se tratase. Se mueven a sus anchas dentro del continente que es nuestro cuerpo (y nuestra mente), y a veces sucede que les da por pelearse, y cada una tira hacia su lado sumergiéndonos en un conflicto. Cuando pasa, el lio está servido, pero eso da para otra entrada.

Volviendo a las (per)versiones, muchas de esas versiones son socialmente aceptadas. La versión deportista, la versión amable, la versión honesta. ¿Qué pasa con las que no lo son tanto? Nuestra versión iracunda, la versión reivindicativa (esa que escuece en estamentos como el laboral, el político o el social). ¿Qué sucede cuando nuestras prácticas sexuales, nuestra expresión de género, nuestra identidad o nuestra manera de relacionarnos afectivamente no calzan con lo frecuente?

Lamentablemente, la sociedad donde vivimos puede ser muy hostil y poco amable con esas versiones, incluso aún son tildadas de perversiones (acción o efecto de pervertir, según la Rae). Hay lugares y espacios en los que aún, las personas que amamos a una persona de nuestro mismo sexo, o quienes se visten como una chica siendo un chico, o quien elige –de forma ética y consensuada–, tener varios vínculos sexo-afectivos (y lo hace saber, porque si lo oculta y es infiel está hasta bien visto), somos catalogados de pervertidos.

En el diccionario de la Rae, pervertir, significa: «viciar con malas doctrinas o ejemplos las costumbres, la fe, el gusto, etc.» o «perturbar el orden o estado de las cosas» y ¡cómo fastidia a quienes se creen en superioridad moral –por el solo hecho de pertenecer al grupo de lo frecuente y habitual (que abanderan como «lo normal») –,  que les muevan las convicciones con otras formas de estar en el mundo. Es razonable, el statu quo se les tambalea y, cuando eso sucede, son empujados contra una realidad para la que no están preparados.

En mi opinión, vivirnos en diferentes versiones nos hace conocer nuestro interior, experimentar de lo que somos capaces, aporta herramientas para enfrentarnos a ese statu quo que a veces huele a rancio (y salir de él si no somos felices),. Vivir y explorar todas y cada una de nuestras versiones puede conectarnos con la empatía, la compasión, y ser más amables con la diversidad, interior y exterior.  ¿Qué hay de malo en ello?

Y vuestras versiones, ¿Cómo se llevan?

abrasar martha lovera

Va de abrasar y ser abrasado.

abrasar martha lovera

No, no es un error ortográfico, aunque en un primer momento el cerebro quiera hacernos creer que es así. Abrasar es un verbo que, a mi modo de ver, tiene mucha fuerza y, a propósito del calor y el fuego que hemos vivido en la comarca durante este agosto, he decidido hablar de él.

Abrasar, según la RAE, tiene diez acepciones, alguna que desconocía por completo, como: «Destruir, consumir, malbaratar los bienes y caudales». Otro de sus significados parece una obviedad. Se trata de: «reducir a brasa, quemar».

Cuando pienso en algo que abrasa, mi mente me lleva a algo arrollador, descontrolado, arrebatador y puede que hasta agresivo. Esas sensaciones a veces se asocian a lo que produce en nuestra mente, cuerpo y alma la pasión, o a la voracidad de algo que consume con violencia, como el fuego, ¿o el amor?, o más bien ¿el enamoramiento? Porque es innegable que ese intenso subidón de química –el enamoramiento–, da un golpe de estado en nuestro cerebro y abrasa nuestra razón.

Estos días el interior de nuestra comarca ha sido abrasado por un fuego voraz. Mientras ardían hectáreas y hectáreas del verdor de nuestros valles (Vall d’ Ebo y Vall de Gallinera, os animo a visitarlos cuando todo esto termine), muchas personas observábamos con dolor las montañas cercanas mientras eran consumidas. Algunos pueblos tuvieron que ser desalojados, y cientos de personas tuvieron que salir de sus casas con lo puesto. Mi abrazo y apoyo para esas personas.

Y mientras unos eran obligados a dejar sus viviendas y se alejaban de la zona catastrófica obligados, empujados por el fuego, otros se dirigían hacia allí con paso firme y decidido. Batallones de hombres y mujeres, valientes e incansables, quienes se enfrentan con gallardía a las llamas y tienen como el sino de su existencia negociar con el fuego, se encaminaban hacia nuestros montes con el único objetivo de extinguirlo, y reducir a cenizas lo que ardía. Mi respeto y admiración para ellas y ellos.

Observar desde lejos ese fuego, presenciar cómo, durante días, la ciudad era cubierta por una lluvia de cenizas y el cielo se cubría de gris a causa de la bruma densa producto del humo que nacía a menos de treinta kilómetros, me hizo conectar con todo lo que, en un momento dado, puede abrasarnos.

Se dice que nos abrasan  –y abrazan ¡cómo no!– las pasiones, en especial el amor, pero también nos abrasan esas cosas que nos avergüenzan o dejan resentidos. ¿Puede el amor ser una de ellas? ¿Algo que nos deje llenos de vergüenza y resentimiento?

Coincidiréis conmigo en que sí, porque a veces ese sentimiento arrebatador, intenso y sublime, avanza inclemente e implacable por nuestro continente con la soberbia del fuego, y puede que no solo nuestras venas ardan con el calor que emana, sino que también puede abrasar nuestras convicciones, nuestros valores y principios y, de algún modo, puede que dejemos de ser quienes somos y hagamos cosas que jamás pensamos que haríamos.

También abrasan algunos alimentos y, a mi modo de ver, algunos los pensamientos. Creo que pocas cosas hay tan inflamables como un pensamiento dañino, de esos que debilitan y que, por desgracia, suelen aparecer en bucle si no prestamos atención. Son ese tipo de pensamientos los que abrasan nuestras certezas y, si no tenemos a mano un buen cortafuego mental, pueden transformarnos en seres inseguros, con miedo a ser y hacer; a existir y a vivir.

También hay seres que pueden llegar a abrasar nuestra autoconfianza, o la fe que depositamos en el ser humano. A esos conatos de incendio es mejor no avivarlos. ¿Sabéis que el fuego se aviva con el oxígeno? Pues mejor respirar lejos de ese tipo de personas, porque al final, sin darnos cuenta, podemos dejarnos arder.

Estos días las ideas acerca de la nueva novela están abrasando con más intensidad mi mente, encienden una llama que espero pronto os de calor. Mientras ese momento llega sigo sintiendo el sofoco de este agosto y deseo que los valles del interior, muy pronto, regresen a su verdor.

¿Y a ustedes? ¿Qué os abrasa?

bloqueo martha lovera

Va de sentir el bloqueo y bloquear.

bloqueo martha lovera

Ayer reconocí mi bloqueo. Después de muchos días frente al papel sin resultados satisfactorios, ayer tuve que reconocer que, por primera vez desde que nació este blog, estaba bloqueada en la búsqueda del texto para esta entrada. No lograba dar con un tema del que me apeteciera hablar por aquí, y mirad que hay temas e historias, pero nada. Supongo que tenía que pasar en algún momento. He de confesar que me sentí muy extraña.

No me reconocía así, quizás esto tenga que ver con un evento que vivencié hace relativamente poco que provocó, en lo personal, una sensación parecida. Seguro que os ha pasado alguna vez, eso de sentir como si un nudo os ata, eso de querer hacer o decir algo y de repente, quedar inmóvil en blanco.

El caso es que, al parecer,  de tanto es tanto, experimentar ciertos bloqueos es hasta normal. Cosas como ir de camino a la cocina y llegar a ella sin saber qué buscabas, tener el teléfono en mano sabiendo que ibas a hacer algo y no saber si se trataba de hacer una llamada, escribir un mail o dejarte abducir por Instagram, son situaciones cotidianas. Creo que la multitarea puede tener que ver. A todas y todos nos pasa alguna vez. Si es muy frecuente os recomiendo acudir a un profesional sanitario.

El hecho es que a veces algo (o alguien) entorpece nuestros procesos, en este caso, mi proceso creativo, y provoca que nos quedemos en blanco. Lo sé, es un rollo y no es nada agradable vivirse en esa tesitura, sobre todo si se trata de una persona de acción, con agilidad mental y verbal como servidora.

Desde que sucedió me dio por reflexionar e investigar sobre esas situaciones, personas o argumentos que tienen ese efecto, una vez más, en un intento por comprender más y mejor cómo proceso la información y qué puedo aprehender de ello, ya que, esto de vivirme en una versión que desconocía en mí, la versión bloqueada, es desconcertante y un poquito estresante.

Como siempre, antes de empezar, me fui al diccionario. Bloquear, según la RAE, tiene varias acepciones. La que viene como anillo al dedo para lo que me gustaría transmitiros en esta entrada es: «entorpecer, paralizar las facultades mentales de alguien». También me valdría esta otra: «interrumpir el funcionamiento normal de algo». Sabiendo esto puedo decir que me bloqueé con todas sus letras. No fui capaz de dar a la situación una respuesta coherente con mi sentir y mi pensamiento.

Ahora, desde la distancia, reconozco lo que originó ese estado –que por fortuna más tarde pude analizarlo, confrontarme, cuestionarme y sacar un aprendizaje–, fue un impacto emocional, el no dar crédito a la situación que tenía frente a mis ojos. Eso provocó una especie de revolución en mis neuronas, y náuseas en mi sistema digestivo.

Investigando sobre el tema, me di cuenta de que hay algo en el funcionamiento de nuestro organismo que cambia, algo que se interrumpe en un momento así, y hace que se esfumen conocimientos, habilidades, destrezas; y nos transformamos en una especie de espantapájaros.

Al parecer, en la mayoría de ocasiones, ese bloqueo sucede porque hay una elevada carga emocional (o estrés) relacionada con el desencadenante, eso provoca que en nuestro cerebro se inhiba nuestra respuesta o, peor aún, nos hace reaccionar en lugar de responder. ¡Error! En otro post os contaré de cuando descubrí la diferencia entre ambas.

En ocasiones lo que nos sucede (o pensamos que puede suceder), activa una zona del cerebro muy primitiva y, por si fuera poco, desactiva la parte más evolucionada, esa que nos hace pensar y discernir. Así que, literalmente, nos vuelve primitivos (a mí me suele pasar cuando tengo hambre; gruño y no atiendo a razones que valgan).

Volviendo al cerebro y sus caprichos, resulta que esa parte secuestra nuestra humanidad, privándonos de la autonomía que, en condiciones normales, poseemos para ejecutar con destreza lo que deseamos. Lo llaman secuestro amigdalar, y es como si de repente, algo en nuestro interior desatara el animal salvaje que nos habita, al más puro estilo de Doctor Jekyll y Mr. Hyde, esto nos impide rebuscar (y encontrar) la información necesaria para hacer lo que necesitamos o queremos, lo adecuado y propicio. ¡Menuda faena!, ¿a que sí?

Por si fuera poco, estos bloqueos, además de ser impertinentes (aparecen cuando menos los esperamos sin ser invitados) y dejarnos en KO técnico, baja nuestro ánimo a la altura del rodapié, porque de inmediato, nuestro cerebro se pone en modo tirano a decirnos: ¡cómo es posible que no hayas dicho tal!, ¡vaya tela con no saber de qué escribir!, ¡tendrías que haber respondido esto otro! ¡Había que hacer esto otro en vez de aquello!

Menos mal que en mi caso, duró poco. Con mi parte creativa bastó con compartir lo que me pasaba con alguien que, con suficiencia, me soltó: ¡Habla del bloqueo! ¡Y zas! El engranaje se puso en marcha y ¡habemus post!

Con el otro bloqueo, el emocional, tuve que esforzarme más. Me fui al mar, medité, eché mano de silencio y, como de costumbre, eché mano de pluma y papel. Dediqué tiempo a escribir un listado de posibles causas, escribí cómo me sentí (emocional, mental y físicamente) y redacté con lujo de detalle lo que haría si se daba el caso de encontrarme nuevamente en la situación que me bloqueó.

Según algunos psicólogos, hay bloqueos que son tan intensos y profundos que ignoramos su existencia, para resolverlos recomiendan hacer terapia. En otras ocasiones menos complejas, basta con anticipar la situación, recrearla en nuestra mente, estructurar de forma detallada nuestra respuesta deseada, aprendérnosla y, a base de exposición –imaginaria o real–, y repetición, llega un momento en que la respuesta forma parte de nosotros, sale de forma natural y el bloqueo desaparece.

En mi caso obtuve buenos resultados. Pude plantarme firme, segura y decidida, y logré expresar con serenidad lo que realmente deseaba y pensaba, pese a presiones externas, y actuar según mi necesidad. Eso no lo hizo menos desagradable. A veces, decir no, violenta. Sin embargo, en ocasiones es necesario, sobre todo cuando la propia salud está en juego.

Antes de despedirme, os quiero hablar de otra herramienta que me sugirió una neuropsiquiatra que sabe bastante de procesos mentales y emocionales, tiene que ver con otro de los significados de la palabra bloquear, se trata de: «interceptar, obstruir o cerrar el paso». Un significado que, con la llegada de la mensajería instantánea y las redes sociales, se ha instalado en nuestro lenguaje cotidiano. Frases como: «menganito me bloqueó», «¿por qué no bloqueas a fulanita?», ¿os suenan? Seguro que sí.

Pues, muy a mí pesar, me he visto en esa necesidad, la de bloquear. Era algo impensable para mí y me violentó mucho, sin embargo, hay situaciones que requieren que seamos implacables, sobre todo si se trata de nuestra salud mental y emocional. Tenedlo en cuenta, por infantil e inmaduro que os quieran hacer creer, a veces hablando las personas no logramos entendernos, hay veces que las palabras se utilizan como puñales, o como laberintos donde pretenden enredarnos, es cuando se hace necesario adoptar medidas extraordinarias para asegurarnos nuestro espacio seguro de autocuidado y protegernos.

¿Y ustedes?, ¿alguna vez se han bloqueado? ¿Alguna vez han tenido que bloquear a alguien?

escribir martha lovera

Va de la importancia de escribir.

escribir martha lovera

Desde pequeña necesito escribir. Sí, necesito. Es una necesidad porque para mí todo pasa por la escritura. Desde lo más básico como hacer el listado de cosas pendientes, pasando por la lista de pros y contras a la hora de tomar una decisión, hasta lo más complejo como un trabajo de investigación, o las novelas y relatos.

En mi opinión escribir nos da claridad, perspectiva, y permite que aterricemos ideas y proyectos para que, sobre el papel, se transformen hasta finalmente hacerse realidad.

Cuando escribimos pasan cosas fascinantes en nuestro cerebro, cosas de las que prefiero no hablaros porque corro el peligro de quedarme en bucle y alejarme del tema de esta entrada, escribir, ese maravilloso arte que ha transformado a la humanidad. Eso sí, os animo a investigar sobre el tema.

Gracias a la escritura la humanidad ha compartido conocimientos e información que ha superado el paso del tiempo en forma de papiros, libros y enciclopedias. También nos hemos mantenido en contacto con nuestros afectos. Se nos olvida que en la actualidad todo es muy sencillo e inmediato gracias a las aplicaciones de mensajería instantánea, pero no hace mucho dependíamos de las cartas escritas y del correo postal para tener noticias de quienes estaban lejos.

Os voy a contar una anécdota que os facilitará comprender cuan importante veo la escritura en el día a día. Hace algún tiempo, en un libro de finanzas, di con un concepto que me pareció fascinante. El autor decía que venimos al mundo con nueve monedas de diez años cada una, y que debíamos elegir muy bien en qué las invertimos. Interesante, ¿a que sí?

El caso es que, aunque me encantan los números, decidí llevar el concepto hacia a mi terreno, el de las letras. Desde entonces pienso que cada persona es un libro que, con suerte y en el mejor de los casos, tendrá nueve capítulos de diez años cada uno, y que somos responsables de escribir cada uno de esos capítulos. ¿Qué aventuras contaremos? ¿Qué personajes aparecerán como protagonistas o secundarios? ¿Cuántas páginas dedicaremos a un evento desafortunado?

Es una metáfora que comparto con los y las alumnas cuando imparto la charla «Historia de vida» en los institutos. En ella insisto en la importancia de ser conscientes de que este libro que somos debe ser escrito por nosotros mismos. Y les advierto de lo sencillo de que no sea así. Si no prestamos atención podemos caer en la trampa de dejar nuestro boli y papel en manos de otras personas –padres, madres, maestros, jefas, hermanos, amistades, parejas, etc. –,  y que terminen siendo ellas y ellos quienes escriban el guion de nuestra historia. Así que atentas y atentos.

En esa línea de ideas, hace unos días una persona muy querida me pidió que tuviera con otra un gesto que no salía de mi corazón. De solo imaginarlo me provocó cierta repulsión, rechazo y angustia. ¿Alguien intentaba por mí escribir unas páginas en mi libro? Todo apuntaba a que sí. El caso es que, con esa metáfora en mente, por segunda vez en un par de años, me senté boli y papel en mano e hice el listado de pros y contras de hacer o no aquel gesto. Necesitaba poner orden a mis sentimientos y pensamientos, y asegurarme de que no se trataba de un arrebato, una pataleta o del tan peligroso orgullo.

¿El resultado? Fui consciente de que, en mi historia de vida, hay personajes que se merecen pocas páginas. Páginas que permití fueran impregnadas de dolor, indiferencia, falta de empatía, interés y falso amor. Personas que, pese a ello, aportaron a mi historia lo necesario para mi aprendizaje porque, sin duda alguna, de todo se aprende. La mejor enseñanza fue darme cuenta de que ciertos personajes/personas no merecen más páginas en el libro de mi vida. Así que opté por dejarlos de escribir.

Evidentemente cada persona, situación o suceso de nuestra vida, y cada una de nuestras acciones, se imprimen en la trama que es nuestra historia vital y, cuando no son de nuestro agrado no podemos arrancar las páginas sin más, por más que nos gustaría. Forman parte de la evolución de la persona que somos.

Es cierto, a veces nos vemos cautivas en historias que ocupan demasiadas páginas, a merced de los caprichos y vaivenes de la historia de otros personajes que, en realidad, son secundarios. Hasta que volvemos a adueñarnos de nuestro boli y nuestro papel (dignidad y amor propio), y conectamos con que los y las verdaderas protagonistas de nuestra historia, somos nosotras y nosotros mismos.

Y ustedes, ¿qué personajes tenéis en la historia de vuestra vida? ¿Qué aventura estáis contando en ella?

laberinto marth lovera

Va de aprender a salir del laberinto.

laberinto marth lovera

¿Alguna vez habéis estado en un laberinto?

Según el diccionario de la RAE, laberinto significa: «lugar formado artificiosamente por calles y encrucijadas, para confundir a quien se adentre en él, de modo que no pueda acertar con la salida». También puede ser: «cosa confusa y enredada».

Hace un par de años tuve la oportunidad de vivir esa experiencia, la de adentrarme en un entramado de elevados setos que se erigen como paredes que trazan callejuelas que parecen no ir a ningún sitio. Fue en el norte, específicamente en Villapresente, Cantabria.

Al inicio fue excitante. Mi parte más competitiva se afanó en no perder la orientación dentro de aquel lugar que parecía salido de una película de ficción. Intenté utilizar una estrategia para encontrar el centro para, después, intentar salir de él. La primera opción, girar solo hacia la derecha, no me fue de mucha utilidad. Aquello no me llevaba a ningún lugar. Cada rincón era igual al anterior y pronto descubrí que tocaba regresar al punto de inicio para tomar una ruta alternativa. Volví a la casilla de salida habiendo perdido tiempo y algo de paciencia.

Entonces desconocía que el laberinto ha sido asociado, a lo largo de la historia de la humanidad y por diversas culturas, con lo espiritual, que representa de algún modo la búsqueda del centro personal, una búsqueda a la que solo se puede acceder superando diversas pruebas.

Recuerdo que aquella tarde dentro del Laberinto de Villapresente –lugar que os recomiendo visitar–, después de intentar mi primera y fallida estrategia, la segunda opción que se me ocurrió fue prestar muchísima atención al camino. Mirar con detalle los setos. Observar si alguna rama sobresalía más que otra, encontrar alguna flor, algún espacio hueco entre los árboles. Cualquier cosa que me fuera útil para orientarme. ¿no sucede lo mismo con el camino del búsqueda interior?

Entonces recordé el famoso mito griego del Minotauro, relacionado con el laberinto de Creta. El mito habla de que el laberinto fue construido por Dédalos para esconder al Minotauro. Teseo, en su empeño, abatió al Minotauro y logró salir del laberinto gracias al hilo de Ariadna, que lo guio hasta la salida.

Dentro de aquel laberinto en el que me adentré de forma voluntaria y lúdica, reflexioné sobre las ocasiones en las que nos encontramos en situaciones parecidas. Circunstancias plenas de encrucijadas, de callejones que parecen no tener sentido alguno. Damos vueltas sobre nuestros pasos sin saber qué camino elegir. Nos enfrentamos a elecciones que, o bien nos permiten avanzar y superar el entramado para salir de él, o nos dejan inmovibles y abatidos sin saber cómo encontrar la salida. ¿Derecha o izquierda?, ¿avanzar o detenerse?, ¿tomar o dejar?, ¿quedarse o marcharse?, ¿sí o no? ¿Sostener o soltar?

Fue cuando me di cuenta de que, en ocasiones, la vida se asemeja en un laberinto en el que a veces, con suerte y si prestamos la suficiente atención, encontramos una señal que, cual hilo de Ariadna en la famosa historia griega, nos guíe hacia la salida.

En mi opinión, creo que ese hilo es la intuición. Ese sexto sentido que todas y todos poseemos y del que a veces nos desconectamos. Porque, según lo veo, cuando prestamos atención, sucede algo dentro de nuestro cuerpo que, de forma aparentemente absurda e ilógica, nos da la información de lo adecuado en ese momento, como si gritase desde dentro lo que hacer o decir, y con ello nos regalase alguna pista de la mejor opción disponible.

Hasta que me puse a investigar, no sabía que existían varios tipos de laberintos, y los que más fascinación me producen, porque lo experimenté en mis propias carnes, son los llamados multiviarios. En ellos, para llegar a su centro y salir, existen varios caminos posibles. Algunos correctos y otros incorrectos. ¡Como la vida misma!

Observo el transcurrir de la vida como un laberinto multiviario. Nos encontramos con encrucijadas, callejuelas que, sin orden aparente, nos confrontan con la impaciencia, la desesperación, la frustración y la incertidumbre. El dolor, la rabia y la determinación de probarnos.

Lo cierto es que, la única forma de salir de un laberinto, es avanzar. Y fue lo que hice aquella vez, avanzar manteniendo la calma en intentando disfrutar de la experiencia entre risas. Después de 37 minutos. Estaba fuera, observando el trazado desde una plataforma. Contenta de haber superado aquella prueba.

¿Y vosotros? ¿Cuándo fue la última vez que os sentisteis como en el interior de un laberinto?

Por cierto, os recomiendo el libro «Laberinto» de Eley Grey. Os atrapará y da para mucha reflexión.

compartir martha lovera2

Va de aprender a dar parte de lo propio a otros.

compartir martha lovera2

Muchas personas nacen con lo que llamo el gen del compartir. Y es que compartir lo que tienen les sale de forma natural. A otros en cambio les cuesta la vida misma. Hay quienes insisten en aprender día a día este arte, y quienes dejan este mundo sin haber experimentado la fortuna de compartir.

Compartir, según la RAE, significa: «Dicho de una persona: hacer a otra partícipe de algo que es suyo» o «Dicho de una persona: tener con otra algo en común».  Lo reconozco, de pequeña había muchas cosas que no estaba dispuesta a compartir, por ejemplo: la espectacular gelatina de colores que hacía mi mamá para los cumpleaños o las tajadas (lajas de plátano maduro frito) que muchas veces servían de guarnición para comer.

De adulta también tuve que esforzarme por compartir ciertas cosas porque temía que, al hacerlo, otros las perdieran o no las cuidaran tanto como yo. ¿Qué puedo deciros? Crecí con la frase de «quien no cuida lo que tiene, a pedir se queda». ¿Os suena? Seguro que sí.

Sin embargo, cuando se trata de información de utilidad me sucede lo contrario. Desde muy joven he sido consciente de los beneficios de compartir la información que sabemos puede ser de utilidad a otras personas. ¿De qué sirve saber algo útil si no se comparte? Reconozco que en otras ocasiones no me es tan sencillo compartir, por ejemplo, a la hora de compartir mi espacio vital, mi tiempo y mi hogar. He tenido que aprender poco a poco, a ejercitarme y practicar día a día y, aun así, soy bastante recelosa al respecto.

Hablando de compartir, esta semana ha ido de compartir la información que tras mucha lectura y vivencias he ido atesorando durante mi existencia; información que valoro sobremanera y que me habría gustado que alguien, durante mi adolescencia, me hubiese facilitado. Hablo de información de aquellas cosas que nos condiciona la vida, no de conocimientos que aparecen en los libros de texto que mandan en el cole o el instituto. Hablo de lo que, lamentablemente, sigue sin aparecer en los programas de estudios.  

Antiguamente esa información (la de utilidad para la vida), era transmitida de generación en generación a través de cuentos, durante las noches de silencio y quietud cuando las familias y amistades reposaban del duro día de trabajo sentados al reflejo de una hoguera. ¿Nació así eso que llamamos sabiduría popular? Puede ser.

El caso es que disfruto compartiendo con otras personas todo lo que llega a mis manos, a mi mente y mi alma que, de algún modo, me cambia la perspectiva, me da un chute de energía o incluso ha llegado a cambiarme la vida, cosas como la importancia de las palabras y el uso que le damos, la importancia de ser consciente y coherente en nuestro día a día, en nuestros actos, en el uso de nuestro verbo; y ¡cómo no!, la importancia de aprender a relacionarnos de manera equilibrada y ecológica. ¿Fácil? No, claro que no. Fácil no es, pero al menos no es imposible.

Os garantizo que compartir solo trae beneficios, cuando se hace desde la voluntad de aportar valor. Pero para ello considero que hay que estar en disposición de aprender con humildad, de reconocer nuestros errores, de empaparnos de vivencias y explorarnos en diversas formas y situaciones a fin de acumular el rodaje que dará forma a nuestra sabiduría.

Lo curioso es que hay quienes, en el afán de compartir y compartirse, se olvidan de sus propias necesidades y límites hasta desdibujar sus fronteras y quedar vacías y vacíos. Según lo veo, esto no tiene mucho sentido. Es como perderse para que otras personas se encuentren.

En el otro extremo hay personas que insisten en capturar momentos, personas, objetos, experiencias; encarcelan los amores y la información a fin de acumularlos, para pasearlos delante de otros en un intento desesperado porque les vean, por sentirse en superioridad moral; para creerse más importantes y al final, se ahogan, se empachan, se vuelven un contenedor sin sentido de información que termina siendo inútil porque solo existe en sus cabezas y nadan en un mar de soledad, aislados en su propia información, en toneladas de conocimiento. Una pena.

De momento, seguiré compartiendo, con quienes puedan y deseen recibirla, toda la información verdadera, útil y buena (como decía Sócrates) que llegue a mis manos. De eso va mi proyecto «Historia de vida» en el que, a modo de Biblioteca Humana, hablo que cuanto he aprendido durante mi existencia, y comparto con las y los alumnos de los institutos información acerca de diversidad, inmigración, respeto y responsabilidad afectiva.

Espero podamos seguir compartiendo, a través de las letras, lo que nos hace mejores, y quizás así un día el mundo sea un lugar más amable.

Por cierto, ¿Qué tal se os da eso de compartir?

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Va de ocultar y ocultarse.

Oculta_Martha_Lovera

¿Hay historias que nacen para permanecer ocultas detrás de una puerta? En ocasiones reflexiono acerca de ello y en esa reflexión coincidí con «La oculta», nombre que los personajes de la novela «El olvido que seremos» de Héctor Abad Faciolince le dieron a una finca; una propiedad de los protagonistas de la historia en la que suceden algunos acontecimientos importantes de la trama.  

Oculta/o, según la RAE, significa: «escondido, ignorado, que no se da a conocer, ni se deja ver ni se deja sentir», significa «que está tapado o cubierto con algo». También tiene la acepción de: «que no tiene explicación o no se puede entender por ser misterioso o enigmático» (esta me gusta más).

Considero que hay mucho oculto en nuestros días. Intenciones, sentimientos, emociones; acciones pasadas, pensamientos futuros, planes y deseo, recuerdos e historias. Y es que hay cosas que al parecer, en esta sociedad, nacieron para mantenerse ocultas.

Se oculta el niño travieso que toca el interfono y sale corriendo, se ocultan amoríos y a los amantes, y hasta a veces se oculta la necesidad de abrazar (amar o sentir) cuando se intuye que no encaja en lo establecido o no será correspondido.

¿Se oculta el odio? No, a veces se nos permite mostrarlo.  De hecho, en los medios de comunicación día a día desfilan más actos violentos que besos apasionados. A algunas personas les han enseñado desde pequeñas a que se les note la rabia, esa que emana de sus entrañas desde la incomprensión por lo diferente y desconocido. A otras en cambio nos han prohibido hasta sentirla.

Y el amor, ¿se oculta el amor? Parece que eso es harina de otro costal. Al amor, según la forma en que se exprese,  al parecer a veces también hay que mantenerlo oculto, que si no eres una fresca. «Que no se te note que te gusta no sea que pierda el interés». Es lo que sucede con las féminas. A los chicos directamente se les pide ocultar lo que sienten, si es frustración o pena. De sus lágrimas ni hablar porque «los machos no lloran»

Por ocultar a nosotras nos enseñan desde pequeñas a ocultar nuestro sangrado y algunas madres se han visto en la tesitura de ocultar el pecho con el que alimentan a sus retoños. «Tápate, que no te vean la teta». Y así nos escondemos tras una puerta que cierran desde fuera y que nos impide SER y vivir como deseamos y necesitamos.

Que necesitas cuidados y atención, ¡te aguantas! Que sientes celos o frustración, mejor lo escondes. Que sientes deseo, disimula la intensidad. Que te duele algo, calladita y no seas exagerada. De la misma forma, cómo no, se espera que ocultemos nuestra felicidad si quienes nos rodean lo están pasando mal, y se exige ocultar la tristeza si al de al lado le está yendo bien.

«No cuentes tus planes y proyectos», «no digas cuánto ganas», «no se lo cuentes a tu marido», «no se lo digas a mamá» y así un sin fin de absurdeces. ¡Cuántas cosas permanecen ocultas en la cotidianidad!

Dicen que todo ser humano tiene un deseo inconfesable o como mínimo algo que ocultar, y hay quienes desarrollan destreza para ocultar quiénes son y esconder una parte de su vida. Eso me ha llevado a hacerme la siguiente pregunta: ¿está la sociedad preparada para que los seres humanos nos mostremos tal y como somos? Creo que, como yo, sabéis la respuesta.

Está claro que a veces ocultamos lo que sentimos o pensamos por temor a ser juzgados o etiquetados. A veces ocultamos lo que hacemos, bien para evitar destacar (no sea que el ofendidito de turno se resienta), bien para evitar daños colaterales. A veces ocultamos nuestros errores para evitar que nos señalen. A veces ocultamos que amamos para escapar de la posibilidad de que nos dañen.

Y de ocultación en ocultación nos vamos desdibujando tras un personaje que poco a poco crece y a veces nos supera, hasta el punto de no reconocernos.

¿Y tú? ¿Qué ocultas?

silencio martha lovera

Va de abrazar el silencio

silencio martha lovera

Hay silencios que irrumpen en nuestras vidas como un trueno; ensordecedores, sorpresivos y contundentes. Silencios que duelen y cuya onda expansiva se extiende a la profundidad de nuestro organismo hasta hacerse con cada una de sus células. Hablo de esos silencios que saben a vacío, a soledad. Quizás sean los provocados por la voz de un ser querido que se apaga, o la risa de un amigo que se va porque, como dice la famosa canción, «algo se muere en el alma cuando un amigo se va».

Sin embargo, hay otro tipo de silencios, los que a mi modo de ver vienen a apaciguar nuestras tormentas, y que deben ser respetados y transitados con paciencia y compasión. Silencios necesarios para volver a escuchar el latir del propio corazón. Silencios que merecen su espacio, aun cuando aparezcan acompañados de rabia, frustración o dolor. Son esos los silencios que nos rasgan las vestiduras y nos dejan frente a la indefensión de la vulnerabilidad.

En el diccionario de la RAE la palabra silencio cuenta con seis acepciones. Me llamó la atención la que lo define como «falta de ruido». Y es así, nos rodeamos de tanto ruido que en ocasiones no podemos escuchar ni lo que necesitamos, ni lo que nuestro cuerpo, mente y alma piden a modo de síntomas.

Pese a ser terapéutico, no sabemos procurarnos espacios de silencios, y cuánta necesidad tenemos de ellos, y lo reparador que puede ser. Acallar el mundanal ruido e intentar enmudecer nuestros pensamientos se considera un ejercicio necesario y eficaz para encontrar un poco de paz entre tanto caos, pero como animales parlantes nos cuesta horrores silenciar o mantenernos en silencio.

Hay silencios que son inevitables, algunos indeseados y otros más que necesarios, como los de una composición musical, en la que los silencios son tan hermosos y llenos de significados como cada uno de los sonidos de la melodía. Y, al igual que en la música, en la vida también hay que recurrir  al silencio. A veces lo hacemos como último recurso para nuestra protección. Es necesario silenciar las palabras necias de quienes insultan o menosprecian; acallar a quien hace de las excusas su mejor defensa, a quien grita con mentiras u ofensas su verdad. A veces toca apagar la voz de quienes pretenden anteponer sus necesidades a las nuestras. Sí, aunque duela, porque a veces no queda otra que silenciar a quienes no respetan nuestros límites, se ríen de nuestras necesidades o traspasan con su ruido nuestras fronteras.

En ocasiones, por nuestra salud neuronal, mental, emocional y física, sentimos la necesidad de silenciar el teléfono móvil y los famosos grupos de WhatsApp. ¿Y por qué no lo hacemos? Quizás porque tememos al silencio. Hay quienes no son capaces de estar ni un minuto en silencio. Hay quienes necesitan tanto escucharse que suben la voz a decibelios nocivos para cualquier oído, y quienes no callan ni bajo el agua dejando una estela de blablablá insufrible, transformando en cantinfladas cuanto expresan. Cantinfladas porque este personaje era muy hábil en hablar mucho sin decir nada. ¿Os suena?

Me gusta el silencio, de hecho, de tanto en tanto necesito del silencio, a veces hasta tal punto que me encantaría meterme dentro de una cámara de depravación sensorial. Reconozco que de pequeña no era así. Mi versión infante cantaba, silbaba, hacía ruido con cualquier objeto que encontrara en el camino, supongo que era porque estaba descubriendo mi vena musical. Ahora, como aprendiz de trombonista, reconozco la importancia musical del silencio. He aprendido a contarlos y a prestarles atención, porque en nuestras partituras puede haber compases y compases llenos de silencios que se vuelven eternos y, si te descuidas, te pierdes. Son silencios que cuando llegan a su final abren paso una vez más a nuestra melodía y ese contraste crea magia. ¡Como la vida misma!

Según lo vivo, el silencio ayuda a desconectar y también a conectar; da tiempo para digerir la información y también ayuda a la expresión. En una conversación ha de ajustarse no solo para generar turnos de palabra si no (y esta versión se usa poco) para generar el espacio necesario para reflexionar acerca de lo que se está diciendo y comprender el mensaje. Esto, obviamente, se da en condiciones ideales. En discusiones o encuentros con quienes saben oír pero no escuchan, o con quienes son monologuista profesionales, es imposible y es donde nace el ruido ensordecedor.

Apagar ese ruido, silenciarlo, cuesta y requiere entrenamiento. Hay lugares donde se practica a diario el silencio con disciplina y determinación, como algunos monasterios y templos. Hace algún tiempo estuve en uno de ellos. Fue mi primera experiencia en un retiro en el que había que respetar el «noble silencio», así le llaman. Al indagar a qué se referían me dijeron: «no se puede hablar, ni hacer ruido». Pensé que me iba a dar un síncope, pero ¡cómo no voy a poder hablar! Resultó ser una de las experiencias más reparadoras, enriquecedoras y fascinantes que he vivido.

Mantener el silencio abre nuestros sentidos a otros estímulos. Aprendí el valor que resta a la comunicación la existencia de una cháchara sin sentido, porque a veces, la mejor palabra que podemos decir es una mirada silente. Aprendí a apreciar el sonido del viento que roza las ramas de los árboles y a deleitarme con el trino de los pájaros, o el fascinante sonido del oleaje. Qué maravilla el sin fin de sonidos que aporta la naturaleza para serenarnos, ¿Cuándo fue la última vez que escuchasteis un corazón latir? (El propio o el de un ser amado).

Según la etimología, la palabra silencio, viene del verbo latín silēre que significa estar callado. ¡Y cuánto cuesta estar callados! Quizás nuestro miedo al silencio podría traducirse en miedo a la soledad, ¿al no ser? Hace algún tiempo reflexiono acerca de ello, y me ha servido para darme cuenta de que hay personas con las que me es agotador estar porque no hacen una pausa ni para respirar, parecen la turbina de un avión incesante e incansable, y no digo que haya algo malo en ellas, solo digo que para mi cerebro, se hace agotador.

Silencio, hermoso y sublime silencio, qué beneficio aportas y qué poco te valoramos.

dolor martha lovera

Va de aprehender del dolor y comprehender.

dolor martha lovera 1

Tememos al dolor. A la mayoría de las personas no nos gusta sentir dolor. Obviamente excluyo de este grupo a quienes sienten placer con el dolor, por ejemplo, quienes practican el BDSM u otras prácticas sexuales no convencionales. Que muy bien está que les guste, mientras sea consensuado y haya consentimiento mutuo explícito (y sin relación de poder). De momento, no es mi caso. Detesto sentir dolor, me crispa, le temo y me enfada. Sin embargo, reconozco que nuestro cuerpo lo necesita. El dolor, en su expresión fisiológica, tiene el objetivo de avisarnos de que algo no va bien.

La palabra dolor, etimológicamente, proviene del verbo latino dolore que significa sufrir y, en origen, ser golpeado. Y es así, ¿Quién no ha sufrido alguna vez en la vida las embestidas del dolor? Quizás haya aparecido tras el clásico (y puñetero) tropezón del dedo meñique de un pie contra la esquina de la cama, o a consecuencia de una caída o tras una decepción. El hecho es que convivimos con el dolor.

Según la RAE, dolor, significa: «sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior» o «sentimiento de pena y congoja». Según estas acepciones, es obvio que a parte del cuerpo, también puede dolernos el alma. Y, según quienes estudian el tema, a su vez el dolor emocional puede desencadenar dolor físico.

En medicina definen el dolor como una «experiencia sensorial y emocional desagradable que tiene un complejo componente individual y subjetivo». Quizás por eso es tan difícil saber a ciencia cierta cuánto y cómo duele algo a otras personas, pese a que es mal de muchos.

En España alrededor de seis millones de personas adultas sufren de dolor, de hecho, es la segunda causa de enfermedad crónica (el dolor de espalda), con lo que esto conlleva: alteraciones del sueño y del estado de ánimo, bajas laborales o incapacidades. Lo curioso es que en estas estadísticas solo tienen en cuenta el dolor físico. Si sumaran el dolor emocional (sí, ese dolor existe, es el que aparece tras una pérdida), las cifras serían para alucinar.

Según mi punto de vista, sentir dolor, sin duda alguna, provoca cambios, como mínimo nos pone en alerta, nos protege, limita e impide que hagamos aquello que, sin dolor, haríamos; y en el mejor de los casos, transforma a quien lo padece. También están a quienes el dolor directamente y de manera fulminante les destroza la vida –y las relaciones –, porque a menos que ejercitemos la empatía, no sabemos lidiar con el dolor ajeno, (ya cuesta lo suyo lidiar con el propio).

Lo anterior sucede cuando es el cuerpo el que duele pero, ¿qué pasa cuando nos duele el alma? Hay a quienes les duelen los afectos, los días y hasta la vida, aunque no lo parezca y lo disimulen muy bien. Por eso hay que prestar mucha atención al dolor y hacer algo con él; y no adaptarse jamás a lo que duele, lo que viene siendo, poner remedio.

En mi opinión, lo triste (y grave) de esto es que algunas personas terminan en depresión y hasta quitándose la vida en busca de aliviar su dolor (según el INE en 2020 en España hubo 3.941 suicidios). De allí la importancia de hablar de lo que nos aqueja, de explorar esa molesta experiencia (en el cuerpo o en el alma), que puede hacerse insoportable por no aliviar. Los profesionales de la salud mental insisten en que el solo hecho de hablar de ello tiene efecto analgésico.

Y me permito añadir que si hablamos de nuestros dolores con nuestros afectos, sintiéndonos libres y seguros de echar alguna lágrima o despotricar alguna barbaridad que, por descabellada, termine desencadenando la risa de los presentes; y después del drama terminar con un abrazo, es más probable que el dolor disminuya de manera significativa. O al menos nuestro cerebro se olvidará de él por unos instantes. ¡Benditas endorfinas!, ¡Alabada sea la oxitocina! Por desgracia a muchas personas esto no les funciona.

Durante estos meses he estado en contacto con el dolor más que nunca, esta vez en primera persona y no como testigo. Y he de deciros que he aprendido y mucho. Puede que haya influido mi necesidad de convertir en útiles las cosas adversas que suceden en la vida; de alquimizar, «gestar la experiencia» y aprehender lo más que pueda de ellas. Aunque muchas veces no lo logre y termine dándome de cabezazos contra una pared por querer comprender algo que no tiene sentido, preferí decantarme por mirar con lupa mis dolores y exprimirlos.

Al inicio pensaba que era solo dolor físico, pero no. Gracias a esta versión doliente de mi cuerpo (que desconocía) he tenido la oportunidad de detenerme y observar con atención todos los dolores que mi alma no había podido transitar. Dolores viejos, negados e ignorados durante años que se habían instalado en un rinconcito apartado de mi atención. Y supe que, cuando el cuerpo duele – y obliga a sentarse y sentirse –, se abren las compuertas que retienen otros dolores. Y esos dolores viejos saltaron insolentes hacia mi cara. ¡Menudo percal! Tremenda sacudida.

Por fortuna (ahora soy capaz de verlo así) este parón me ha dado el tiempo suficiente para aprender a dialogar con mi cuerpo y atender cada uno de los mensajes de alerta que envía a modo de dolores (corporales o emocionales). Es un ejercicio que he incorporado a mi rutina diaria y que os recomiendo. Detenerse y preguntar a nuestro cuerpo qué quiere decirnos, qué necesita. Sí, puede parecer una locura, pero intentadlo, os garantizo que flipareis, que el cuerpo es sabio y se entera de todo antes que la mente, además sabe muy bien que no siempre lo que queremos es lo que necesitamos.

Eso sí, os invito a prestar mucha atención a eso de hablar de nuestros dolores no sea que nos pasemos. En ocasiones de tanto hablar y mirar lo que nos duele, nuestro cerebro puede interpretar como doloroso algo que no lo es, o seguir sintiendo dolor aunque se elimine (o cure) su causa. También podemos llegar a excusarnos y escondernos tras el dolor para no hacer lo que hay que hacer. Y si nuestra mente interpreta que obtiene algún beneficio del dolor y lo rentabiliza –que la mente y el inconsciente son muy retorcidos por paradójico y alocado que parezca –, podemos creer que es mejor vivir en una ranchera (cantando «ay, ay, ay, ay») que hacerse cargo y resolver.

En mi experiencia, la utilidad de este ejercicio es muy potente, porque permite ver al dolor como un mensajero, y conectar con lo que no está bien, lo que altera, desestabiliza y provoca incomodidad a fin de remediarlo. Reconozco que hay dolores que simple y llanamente vienen a fastidiarnos la existencia y son del todo inmerecidos (e innecesarios), como el caso del Síndrome de Sensibilidad Central, lo que considero un desatinado capricho del cuerpo humano al que la ciencia debe horas en investigación.

En mi opinión hay que mirar a los ojos al dolor y, en la medida de lo posible, sacarle provecho para mejorarnos. Eso no quiere decir que haya que vivir con dolor o convertirnos en mártires, que para eso ha evolucionado la industria farmacéutica y las técnicas de salud e higiene mental y emocional (que para calmar el dolor no todo son pastillas) y no se justifica bajo ningún concepto que un ser humano sufra por dolor, a menos que, en pleno uso de sus facultades, sea su elección.

Pienso, y esto es una opinión personal, que a veces el dolor puede servir para desprenderse de lo que nos daña (física, emocional y mentalmente). Hacerlo a veces también duele, claro que duele. Sin embargo, una vez hechos los cambios y conforme pasan los días, es más que probable que el dolor vaya mejorando.

Eso sí, si algún dolor nuevo e inexplicable os aqueja, no dejéis de visitar a un profesional de la medicina porque, primero lo primero, habría que descartar si algo anda mal en el cuerpo.

Espero que narraros mi experiencia con mi dolor os sea de utilidad, para mí escribir de ello ha sido sanador.

Mis respetos a quienes día a día lidian con algún tipo de dolor.