Va de aprehender del dolor y comprehender.

Tememos al dolor. A la mayoría de las personas no nos gusta sentir dolor. Obviamente excluyo de este grupo a quienes sienten placer con el dolor, por ejemplo, quienes practican el BDSM u otras prácticas sexuales no convencionales. Que muy bien está que les guste, mientras sea consensuado y haya consentimiento mutuo explícito (y sin relación de poder). De momento, no es mi caso. Detesto sentir dolor, me crispa, le temo y me enfada. Sin embargo, reconozco que nuestro cuerpo lo necesita. El dolor, en su expresión fisiológica, tiene el objetivo de avisarnos de que algo no va bien.
La palabra dolor, etimológicamente, proviene del verbo latino dolore que significa sufrir y, en origen, ser golpeado. Y es así, ¿Quién no ha sufrido alguna vez en la vida las embestidas del dolor? Quizás haya aparecido tras el clásico (y puñetero) tropezón del dedo meñique de un pie contra la esquina de la cama, o a consecuencia de una caída o tras una decepción. El hecho es que convivimos con el dolor.
Según la RAE, dolor, significa: «sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior» o «sentimiento de pena y congoja». Según estas acepciones, es obvio que a parte del cuerpo, también puede dolernos el alma. Y, según quienes estudian el tema, a su vez el dolor emocional puede desencadenar dolor físico.
En medicina definen el dolor como una «experiencia sensorial y emocional desagradable que tiene un complejo componente individual y subjetivo». Quizás por eso es tan difícil saber a ciencia cierta cuánto y cómo duele algo a otras personas, pese a que es mal de muchos.
En España alrededor de seis millones de personas adultas sufren de dolor, de hecho, es la segunda causa de enfermedad crónica (el dolor de espalda), con lo que esto conlleva: alteraciones del sueño y del estado de ánimo, bajas laborales o incapacidades. Lo curioso es que en estas estadísticas solo tienen en cuenta el dolor físico. Si sumaran el dolor emocional (sí, ese dolor existe, es el que aparece tras una pérdida), las cifras serían para alucinar.
Según mi punto de vista, sentir dolor, sin duda alguna, provoca cambios, como mínimo nos pone en alerta, nos protege, limita e impide que hagamos aquello que, sin dolor, haríamos; y en el mejor de los casos, transforma a quien lo padece. También están a quienes el dolor directamente y de manera fulminante les destroza la vida –y las relaciones –, porque a menos que ejercitemos la empatía, no sabemos lidiar con el dolor ajeno, (ya cuesta lo suyo lidiar con el propio).
Lo anterior sucede cuando es el cuerpo el que duele pero, ¿qué pasa cuando nos duele el alma? Hay a quienes les duelen los afectos, los días y hasta la vida, aunque no lo parezca y lo disimulen muy bien. Por eso hay que prestar mucha atención al dolor y hacer algo con él; y no adaptarse jamás a lo que duele, lo que viene siendo, poner remedio.
En mi opinión, lo triste (y grave) de esto es que algunas personas terminan en depresión y hasta quitándose la vida en busca de aliviar su dolor (según el INE en 2020 en España hubo 3.941 suicidios). De allí la importancia de hablar de lo que nos aqueja, de explorar esa molesta experiencia (en el cuerpo o en el alma), que puede hacerse insoportable por no aliviar. Los profesionales de la salud mental insisten en que el solo hecho de hablar de ello tiene efecto analgésico.
Y me permito añadir que si hablamos de nuestros dolores con nuestros afectos, sintiéndonos libres y seguros de echar alguna lágrima o despotricar alguna barbaridad que, por descabellada, termine desencadenando la risa de los presentes; y después del drama terminar con un abrazo, es más probable que el dolor disminuya de manera significativa. O al menos nuestro cerebro se olvidará de él por unos instantes. ¡Benditas endorfinas!, ¡Alabada sea la oxitocina! Por desgracia a muchas personas esto no les funciona.
Durante estos meses he estado en contacto con el dolor más que nunca, esta vez en primera persona y no como testigo. Y he de deciros que he aprendido y mucho. Puede que haya influido mi necesidad de convertir en útiles las cosas adversas que suceden en la vida; de alquimizar, «gestar la experiencia» y aprehender lo más que pueda de ellas. Aunque muchas veces no lo logre y termine dándome de cabezazos contra una pared por querer comprender algo que no tiene sentido, preferí decantarme por mirar con lupa mis dolores y exprimirlos.
Al inicio pensaba que era solo dolor físico, pero no. Gracias a esta versión doliente de mi cuerpo (que desconocía) he tenido la oportunidad de detenerme y observar con atención todos los dolores que mi alma no había podido transitar. Dolores viejos, negados e ignorados durante años que se habían instalado en un rinconcito apartado de mi atención. Y supe que, cuando el cuerpo duele – y obliga a sentarse y sentirse –, se abren las compuertas que retienen otros dolores. Y esos dolores viejos saltaron insolentes hacia mi cara. ¡Menudo percal! Tremenda sacudida.
Por fortuna (ahora soy capaz de verlo así) este parón me ha dado el tiempo suficiente para aprender a dialogar con mi cuerpo y atender cada uno de los mensajes de alerta que envía a modo de dolores (corporales o emocionales). Es un ejercicio que he incorporado a mi rutina diaria y que os recomiendo. Detenerse y preguntar a nuestro cuerpo qué quiere decirnos, qué necesita. Sí, puede parecer una locura, pero intentadlo, os garantizo que flipareis, que el cuerpo es sabio y se entera de todo antes que la mente, además sabe muy bien que no siempre lo que queremos es lo que necesitamos.
Eso sí, os invito a prestar mucha atención a eso de hablar de nuestros dolores no sea que nos pasemos. En ocasiones de tanto hablar y mirar lo que nos duele, nuestro cerebro puede interpretar como doloroso algo que no lo es, o seguir sintiendo dolor aunque se elimine (o cure) su causa. También podemos llegar a excusarnos y escondernos tras el dolor para no hacer lo que hay que hacer. Y si nuestra mente interpreta que obtiene algún beneficio del dolor y lo rentabiliza –que la mente y el inconsciente son muy retorcidos por paradójico y alocado que parezca –, podemos creer que es mejor vivir en una ranchera (cantando «ay, ay, ay, ay») que hacerse cargo y resolver.
En mi experiencia, la utilidad de este ejercicio es muy potente, porque permite ver al dolor como un mensajero, y conectar con lo que no está bien, lo que altera, desestabiliza y provoca incomodidad a fin de remediarlo. Reconozco que hay dolores que simple y llanamente vienen a fastidiarnos la existencia y son del todo inmerecidos (e innecesarios), como el caso del Síndrome de Sensibilidad Central, lo que considero un desatinado capricho del cuerpo humano al que la ciencia debe horas en investigación.
En mi opinión hay que mirar a los ojos al dolor y, en la medida de lo posible, sacarle provecho para mejorarnos. Eso no quiere decir que haya que vivir con dolor o convertirnos en mártires, que para eso ha evolucionado la industria farmacéutica y las técnicas de salud e higiene mental y emocional (que para calmar el dolor no todo son pastillas) y no se justifica bajo ningún concepto que un ser humano sufra por dolor, a menos que, en pleno uso de sus facultades, sea su elección.
Pienso, y esto es una opinión personal, que a veces el dolor puede servir para desprenderse de lo que nos daña (física, emocional y mentalmente). Hacerlo a veces también duele, claro que duele. Sin embargo, una vez hechos los cambios y conforme pasan los días, es más que probable que el dolor vaya mejorando.
Eso sí, si algún dolor nuevo e inexplicable os aqueja, no dejéis de visitar a un profesional de la medicina porque, primero lo primero, habría que descartar si algo anda mal en el cuerpo.
Espero que narraros mi experiencia con mi dolor os sea de utilidad, para mí escribir de ello ha sido sanador.
Mis respetos a quienes día a día lidian con algún tipo de dolor.