Va de sentirse frágil.

fragil martha lovera

No me enseñaron lo que significa ser o sentirse frágil. Creo que a ninguna persona la preparan para vivirse en esa versión, al contrario, nos enseñan a ser fuertes, a luchar, a superarlo todo y así, a veces sin querer, cuelgan sobre nuestro cuello la medalla de luchador o luchadora, «¡Campeona! ¡Campeón! ¡Va!, ¿tú puedes!», sin saber el daño que esa etiqueta y esa ovación pueden ocasionar.

En estos dos meses de baja he reflexionado en profundidad al respecto pues, de golpe y porrazo, la vida me hizo recordar algo que como médica sé muy bien (la teoría siempre es más sencilla), pero que tendemos a olvidar con el trajín del día a día; me encontré frente a frente con la fragilidad del cuerpo humano.

Frágil, según la RAE, significa: «Quebradizo, y que con facilidad se hace pedazos», «débil, que puede deteriorarse con facilidad» o «dicho de una persona: de escasa fuerza física o moral». Al conectar con la fragilidad de mi cuerpo –y con ello con la de mis circunstancias y mi propia vida –, experimenté cómo me hacía sentir y ahondé en ello.

Aunque esta lesión en el pie sea una tontería –comparada con otras cosas de mayor gravedad y peor progresión y pronóstico –, ha sido la tontería que me obligó a detenerme, a dejar de hacer muchas cosas y a conectar con lo frágil que es todo, y trajo consigo una nueva perspectiva y algunos descubrimientos.  Os cuento.

Estos sesenta días he descubierto las infinitas barreras con las que las personas con diversidad funcional se topan a diario. Cosas sencillas que ni asoman por la cabeza de quienes se desplazan sobre sus piernas, por ejemplo: alcanzar un producto en la parte alta de una estantería en un supermercado, el ancho de las puertas, el tamaño de los ascensores, el temblor que provoca en el cuerpo los adoquines de las aceras y que amenazan con hacer saltar los riñones de sus fosas o el impacto que pueden tener tan solo cinco centímetro de un bordillo.

Me encontré de frente con lo complejo que puede ser adaptarse forzosamente a algo que no agrada, algo que de súbito secuestra tu independencia y autonomía, un algo que merma las actividades de tu día a día, desconfigura tu cotidianidad y además, te obliga a permanecer horas y horas en casa. Porque desde que aparece ese evento que te vuelve frágil todo ronda alrededor de lo que es posible o no alcanzar en este estado, y de lo que las citas varias permiten o no hacer. Por cierto, ¿tan difícil es agrupar las visitas médicas y pruebas a los pacientes para disminuir los desplazamientos? (Esto ya lo pensaba mi versión médica).

Ese listado es lo que ahora mismo tengo fresco en mi mente. ¿Lo más difícil? Descubrir, a través de las miradas que recibimos de otros, cómo llegamos a mirar a quienes, por alguna razón, son diferentes. ¿Lo habéis pensado alguna vez? Os explico.

Están los que directamente no miran, luego están quienes miran con lástima y apartan la mirada y por último, los que miran y además VEN y se ponen al servicio con un: «¿necesitas ayuda?». Esas personas me enamoran. Espero pertenecer a ese club. ¿Os habéis preguntado cómo miráis? Es interesante.

Sé que una lesión en un pie no es nada en comparación a lo que transitan cantidad de personas que de pronto se encuentra atrapadas en una espiral infinita que, cual montaña rusa, los sube y baja a velocidad de vértigo tras escuchar un diagnóstico que las transforma ipso facto en frágiles y cambia su vida y la de sus familiares para siempre.

Sentirse frágil es cuanto menos incómodo. ¿Quién lleva bien sentirse frágil? Sin embargo, estos días he notado que puede haber cierta belleza en la fragilidad. Según mi punto de vista, la fragilidad nos torna personas cuidadosas. Cuando sabemos que algo se puede romper, de forma natural, la tendencia es a cuidarlo más y mejor. De pronto prestamos atención a esos detalles que antes ni nos pasaban por la cabeza, (vale para la vajilla, el coche, el propio cuerpo, las relaciones o lo que prefiráis).

Por cierto, hace dos días fue el día mundial contra el cáncer de mama, y muchas de las personas que lo han sufrido –esa o cualquier otra enfermedad desgastante –,  en algún momento se han tenido que vivir, sin apenas fuerzas, con esa pesadísima medalla de «luchadora» oscilando en su cuello y se pueden llegar a sentir culpa por pensar siquiera de lejos en «dejar de luchar».  aunque sea un día, aunque sea para reposar un poco. Duro, muy duro. Así que me he propuesto ser más cuidadosa al respecto.

¿Y ustedes? ¿Se han cruzado con vuestra versión frágil?