Va de mi reconciliación con mi venezolanidad.

Según el diccionario de la RAE, conciliar, significa: “poner de acuerdo a dos o más personas o cosas, hacer compatibles dos o más cosas o granjear un ánimo o un sentimiento determinados”, y hoy, tras unos días de mi regreso de la tierra que me vio nacer —días en los que sigo sintiendo cómo lo vivido me sigue atravesando—, puedo asegurar con total certeza de que este viaje sirvió para iniciar una etapa para reconciliarme con mi venezolanidad.

Hacía demasiado que estaba peleada con ella y, según lo sentía y vivía, me sobraban motivos para estarlo; motivos que, trascendidos, dejan de tener peso y no merecen ser mencionados en esta entrada. He de reconocer que tuvo mucho que ver la anterior visita a mis tierras, por allí en 2014, que me dejó muy mal sabor de boca y que me impidió incluso extrañar mi tierra, mis raíces y mi cultura, tanto que, hasta que no volví a vivirla con todos mis sentidos, no fui capaz de reconocer cuánto la echaba de menos.

Esta vez, por primera vez en mi existencia como emigrante, regresaría vestida con mi versión de turista, esa que muy joven me arrebató la inseguridad que se apoderó del país. Así que, con la ilusión apaciguada para no irme de bruces, pasé años reflexionando sobre el momento oportuno y adecuado para hacer realidad uno de los sueños de mi vida, subir el Tepuy Roraima, un sueño que se me sembró en el alma cuando tenía 15 años y vi por primera vez la cadena de Tepuyes desde la carretera de la Gran Sabana.

Lo primero, como en todo proyecto de envergadura, fue verbalizar el sueño; aterrizarlo, airearlo, hablarlo, visualizarlo, escribirlo y, lo más importante, compartirlo con otras personas que, igual de entusiastas que una, me impulsaran a hacerlo realidad. Y así lo hice. Se formó entonces un maravilloso clan que, un poco en broma, un poco como deseo y otro poco como reto grupal, dio vida al RDP, el “Roraima Diosas Project”. Tras eso, poco a poco, con la ilusión de quien proyecta el viaje de su vida fui leyendo, investigando, y planificando del proyecto. Un día, durante una comida como quien no quiere la cosa, dijimos: “¡Nos vamos!”.

La inseguridad e incertidumbre no se hicieron de esperar, hacía nueve años que no pisaba suelo venezolano y me había desvinculado totalmente del día a día de mis compatriotas y sus peripecias, básicamente porque, la última vez que fui, por diversas causas, había decretado indignada: ¡No vuelvo para esta M….a! No contaba entonces con que el Roraima, “la madre de todas las aguas” me atraería con su hipnótico poder. Tuve que ponerme al día con los cambios que atravesó el país.

Como en Venezuela lo sencillo puede ser complicado, decidí que debía contar con el soporte de los mejores, total, iba a hacer realidad uno de los sueños de mi vida, la ocasión lo merecía, así que ni corta ni perezosa contacté con la única persona que podía orientarme al respecto, la gran Valentina Quintero, una periodista, activista de protección del medio ambiente con la venezolanidad bien alta y que sigue anclada en mi tierra que además, sin proponérselo ni saberlo, sembró en mi el espíritu aventurero con su programa de televisión que mi versión infantil veía cada domingo. Ella, con la amabilidad, el rigor y la sobriedad que la caracterizan, sin dudarlo ni un segundo me dijo: “Tienes que ir con Odimar López, una mujer montaña y la única mujer guía de la zona”. Así que contacté con ella y su empresa Ecoaventura Tours, y desde el primer instante me sentí acompañada y guiada por ella y Ricardo Flores. Almas grandes y nobles, profesionales que con pasión y entregan dedican sus días a que la experiencia de quienes vamos por esas tierras sea una vivencia extraordinaria, sublime e inolvidable.

Pasó aproximadamente un año de preparativos y gestiones varias. Empezamos por concretar vuelos ya que, según Ricardo, la mejor opción era entrar por Brasil, para lo que echamos mano de una gestora local, Viajes Oceanis, con Verónica como enlace, que se encargó de forma amable e impecable a trazar nuestra ruta desde España hasta Boa Vista en Brasil. Una vez cruzado el Atlántico, debíamos concertar traslados terrestres y vuelos internos para ir a sorprender a mi familia en Valencia, para lo que la ayuda de Ricardo de Ecoaventura Tours y de Luisa y Jesús de Europviajes fue inestimable.

Ordenado todo y, como sucede cuando llega el momento del gran salto, llegó el vértigo, de pronto había pasado un año y nos encontrábamos en el restaurante de Cabañas Friedenau —el hermoso y acogedor alojamiento concertado para el grupo en Santa Elena de Uairén, cuidad al sudeste de Venezuela—, habiendo atravesado una frontera terrestre acompañadas en todo momento por el equipo de Ecoaventura Tours. Nos disponíamos a escuchar de la voz de los propios Ricardo y Odimar las instrucciones para iniciar nuestra travesía al día siguiente. He de confesar que sentí temor, hasta ese momento no había sido del todo consciente de la envergadura de lo que se venía, pero ya no había vuelta atrás y sabía que estaba preparada.

Esa noche con el vértigo recorriendo nuestras venas preparamos mochilas, aligeramos carga, ajustamos equipaje y a las cinco de la mañana estábamos en pie, con los 4×4 a la espera de nuestras mochilas y el delicioso desayuno servido, todo listo para emprender camino.

El primer tramo se hizo hacia el norte durante aproximadamente una hora por la Troncal 10, carretera que une Venezuela y Brasil, vislumbrado el hermoso verdor de la Gran Sabana con sus montes y valles moteados de morichales, hasta un poco antes de llegar a la comunidad indígena de San Francisco de Yuruaní. Desde allí tomamos un desvió que nos llevaría por otra hora y media en carretera de tierra hasta la comunidad de ParayTepuy (Poblado indígena Pemón ubicado a 1400 msnm), donde se encuentra unos de los puntos de accesos al Roraima.

A nuestra llegada, la comunidad estaba expectante a nuestra espera. Se orquestó un fantástico y coordinado despliegue de medios que parecía la perfecta ejecución de una hermosa coreografía para descargar todo lo necesario para nuestra expedición. Finalizado el baile, Ricardo y Odimar nos presentaron al equipo de porteadores que sería nuestro sostén, apoyo y guía durante siete días. Me maravilló la serena presencia, la firme determinación, la extraordinaria fuerza, el coraje, el respeto y la abnegada entrega que esos pequeños cuerpos de no más de metro sesenta emanan con su andar pausado y silencioso. No sabía entonces que viviría una de las experiencias más excitantes y exigentes a nivel físico, mental y emocional, que se convertiría con diferencia en una de las mejores experiencias de mi vida, y que sin duda recomiendo a quienes amen el senderismo y deseen perderse en paisajes de ficción.

La travesía, según lo viví, consta de 3 partes. La primera etapa, de un total de dos días, en la que se alternan tramos de caminata en la sabana con ascensos y descensos no demasiado pronunciados, atravesando ríos, durante la que jugueteamos con un clima inestable que, lo mismo nos ahogaba de calor que al poco nos empapa a causa de un inesperado aguacero. El primer tramo se hace desde ParayTepuy hasta Río Ték donde, nada más llegar, nos regalamos nuestro primer baño de rio y pasamos la primera noche con el Roraima y el Kukenan al fondo. ¡Qué espectáculo! Viéndolo tan cerca y tan grande impactaba aún más. El segundo día, con mayor ascenso, cruzamos varios ríos (Ték y Kukenan), nos detuvimos para comer en un lugar en la sabana llamado “Campamento militar”, donde tuve mi primer contacto con los mosquitos que me acompañarían hasta llegar a la cumbre, y seguimos hasta Campamento Base, con un ascenso de mayor inclinación y exigencia que, nada más superarlo, nos recibió la imponencia de “La Pared” que me dejó sin habla.

La segunda etapa, consta de un total de cuatro días. Inicia el tercer día de caminata con un ascenso por la famosa rampa que en 1884 Im Thurn y Perkins utilizaron para hacer cumbre por primera vez. Es, según mi experiencia, la etapa de mayor exigencia porque el terreno irregular, resbaladizo, repleto de rocas puntiagudas, raíces y la humedad hacen de las suyas y ponen a prueba la determinación y la concentración, y a la vez la vegetación invita a darse un respiro para contemplar su belleza. Confieso que durante ese tramo hubo instantes de miedo, me pregunté qué hacía allí, para qué lo hacía. Supongo que es lo que tiene aventurarse a hacer realidad un sueño, que exige esfuerzo y sacrificio. También os digo que en todo momento me sentí acompañada por la fuerza del equipo, liderado por nuestro guía Andrés, Odimar —que también nos acompañó—, y cada una de las y los porteadores que se cruzaban con nosotros. Ese día apoyé mi frente en “La Pared” y con la piel erizada, el alma apretada y lágrimas en los ojos pedí permiso al Roraima para acceder a ese espacio sagrado. La fuerza de esas tierras me atravesó y un llanto desgarrado reventó mi pecho. Fue conmovedor y fascinante dejarme abrazar por la madre de todas las aguas que nos recibía amorosa.

Superado el impacto del ascenso por el “Paso de las lágrimas”, toqué el cielo al llegar a la cumbre, cuando volvió a invadirme la algarabía hasta el llanto y donde me abracé a Odimar plena de gratitud por cuanto olía, veía y sentía. Durante 3 días estuvimos alojados en el Hotel Principal, un saliente en la roca con vistas privilegiadas al Maverick (punto de mayor altura) que cobijó nuestras tiendas y nos protegió de los inesperados cambios de clima. Una constante durante la travesía fue encontrar el campamento (tiendas, baños y cocina) montado para nuestra llegada. No sé cómo lo hacían, parecía que esos pequeños hombres y mujeres se teletransportaban de forma sigilosa por la montaña a fin de hacer nuestra experiencia lo más agradable posible.

Durante las 3 noches que permanecimos en la cumbre hubo espacio para explorar parte de los 30 km2 que da vida a la formación geológica más antigua del planeta, que inspiró a Sir Arthur Conan Doyle a escribir su famosa novela “El Mundo Perdido”. Paseamos por paisajes lunares, nos sumergimos en las aguas de los famosos jacuzzis, nos dejamos atrapar por el vértigo que provocan las vistas desde “La Ventana”, nos tumbamos a descansar sobre varios metros de cuarzo en “El valle de los cristales”, y pare de contar. Sin duda, la travesía al Roraima es una experiencia que atraviesa no solo los sentidos sino el alma.

La tercera y última etapa se completa en dos días, con un descenso, a mi modo de ver, igual de exigente que el ascenso, que se hace de un tirón desde la cumbre hasta el campamento de Río Ték, con un más que merecido baño en el río como premio de cierre y se culmina con una última pernocta a los pies de los colosos Roraima y Kukenan, que dan su protección mientras se reponen fuerzas para la caminata del día siguiente hasta ParayTepuy, que nosotras, como diosas que nos decretamos en este viaje, decidimos aventurarnos a hacer en moto.

Para esas fechas ya había superado los primeros diez días de mi viaje a Venezuela, el sentido de comunidad, la amabilidad, la disposición constante y afable, la atención amorosa y respetuosa de Odimar, Ricardo y el resto del equipo de Ecoaventura Tours, quienes nos atendieron con mimo en todo momento, empezaba a reconciliarme con mi venezolanidad. Estaba por finalizar el primer tramo del viaje y tocaba la parte mas exigente a nivel emocional, llegar a Valencia para reencontrarme con mi gente que, hasta mi llegada, no me sabían por territorio venezolano.

En esta segunda parte del viaje no faltaron las aventuras. La primera, atravesar en coche la Troncal 10 rumbo al norte del país hasta la ciudad de Puerto Ordaz. Son 605km los que separan Santa Elena de Uairén de Puerto Ordaz, sin embargo, debido al lamentable estado de la carretera, que a partir del Km 88 es zona minera, un trayecto que debería poder hacerse en 8 a 9 horas, se transformó en una travesía de 14 horas sorteando baches y agujeros que parecían el socavón de un meteorito impactado en tierra. Conecté con la pobreza crítica de las personas que, lamentablemente, deben dedicarse a la minería por ser la única opción que tienen para sobrevivir.

Atravesamos un total de 15 alcabalas encontrándonos con todo tipo de funcionarios militares que, en su mayoría para mi sorpresa, tuvo un trato correcto con las turistas que éramos. Algunos también fueron muy amables y algún que otro resabiado (el que menos) tuvo una actitud de soberbia omnipotencia que he de confesar, me exasperó. Hubo que cruzar una barricada que hacía 48 horas se había instalado en Tumeremo, y volver a pagar parte del trayecto por el que ya habíamos pagado, ya que, para nuestra suerte, solo dejaban pasar a mujeres y niños a pie. Por fortuna nuestro chófer, Miguel Martínez, de la Cooperativa Tucanes Viajes de Santa Elena de Uairén —cuidadosamente elegido por Ricardo de Ecoaventura Tours—, nos hizo sentir seguras en todo momento y, consciente de que la barricada era un imprevisto que le impedía finalizar su trabajo y llevarnos hasta nuestro destino final, amablemente contactó con otro chófer de la cooperativa de taxis de Tumeremo, José Alexander Sánchez (“Margarito” para los amigos), que se encontraba al otro lado de la barricada, y que amablemente nos llevó sanas y salvas hasta Puerto Ordaz.

Superadas las 14 horas en carretera y el estrés vivido, esa noche en Puerto Ordaz nos encontramos con la otra realidad del país, haríamos noche en el ostentoso e impecable Hotel Eurobuilding, prohibitivo para la mayoría de Venezolanos y que sin embargo pudimos disfrutar gracias a una oferta y al cambio de moneda que desde Europa nos favorecía. Así es mi amada Venezuela, territorio donde conviven tantas realidades como venezolanos existen, y donde un día el pueblo se aventuró a dolarizar el país, lo que ha permitido irse reconstruyendo poco a poco desde la pandemia, lo que me llenó de asombro a la par de orgullo.

Habiendo descansado y repuesto fuerzas de la experiencia minera, a las 7am despegábamos en el cuarto vuelo de nuestra aventura rumbo al Aeropuerto Internacional de Maiquetía en La Guaira, donde nos esperaba Anderson Crespo, un hombre dicharachero, gentil y trabajador que forma parte del personal de Europviajes en Venezuela, y que fue el encargado no solo de trasladarnos en coche, unos 189Km hacia el sur oeste del país hasta mi Valencia natal, sino que se dedicó amablemente a ponerme al día de todos los cambios experimentados en mi terruño en casi una década de ausencia, entre ellos, el más llamativo, las múltiples devaluaciones del Bolívar con sus respectivos cambios en la denominación de los billetes. Me mostró cómo conviven los “billetes viejos” con los actuales y además con el dólar estadounidense. Honestamente me explotó el cerebro y admiré aún más si cabía la capacidad de adaptación, el espíritu de superación y la creatividad del pueblo venezolano, que le hace sortear cuanto obstáculo aparece en su cotidianidad —y creedme, no son pocos, algo tan sencillo como repostar gasolina puede convertirse, según la zona del país, en una labor titánica—, con tal de superarse.

Me encontré con los vendedores ambulantes míticos de los peajes que ahora están organizados en cooperativas perfectamente identificados con numeración y uniformes, y que siguen vendiendo las famosas Panelas de San Joaquín, ahora por 10$ el paquete, lo que me pareció excesivo y terminé por no acceder a la oferta a la baja que hizo mientras corría al lado del coche durante nuestro paso por el peaje. Otra cosa que me sorprendió fue el regreso del cobro en los peajes, ahora transformados en enormes estructuras super modernas con telepago incluido y una tarifas descabelladas, unos 15Bs el turismo (unos 0.42$). Es una de las pocas cosas para lo que aún se puede utilizar la moneda local.

Una vez en valencia, llegamos a la Posada La Pastora, una hermosa casona colonial de 200 años gestionada por la maravillosa Odéisis, Mamá O, una entrañable mujer que nos hizo sentir como en casa y que fue cómplice de uno de mis hermanos para sorprenderme. A partir de ese momento empezaría el aluvión de encuentros y la sacudida interior que suponía para mí volver a encontrarme con mi gente y sobre todo, encontrarme con la triste realidad de que, esta vez, no abrazaría a algunos de mis seres queridos. Sin embargo, era muy consciente de que este viaje iba de cierres y despedidas, y así me permití hacerlo. Me encontré con una Valencia distinta a la de hace 9 años, una Valencia que me hizo sentir segura mientras deambule por sus calles llenas de recuerdos. Una Valencia que intentaba parecerse a la que viví durante mi infancia, llena de luz y actividad, repleta de personas amables y un ambiente calmo parecido al que viví durante mi adolescencia.

Una Valencia que se reconstruye gracias al ímpetu de su juventud que, según me contaron, tras la pandemia, comenzó a emprender de tal forma, que hasta las famosas cadenas de comida rápida McDonald’s y Burger King se están quedando sin clientela debido a la extraordinaria oferta y variedad de comida callejera que ahora se ha organizado en hermosos y cuidados locales, con una fusión gastronómica a precios de saldo, ¡alucinante!

Me satisfizo ver que quizás una parte de las y los venezolanos ha despertado y empieza a ser consciente del poder que tiene para cambiar su realidad. También es cierto que aún queda mucho por hacer y que los mayores lo tienen muy difícil, pero ver ese pequeño cambio me hizo sentir esperanzas.

Como los días disponibles eran los que eran y todo emigrante venezolano que se respete, al volver a Venezuela, no puede dejar de pasarse un día de la playa, nada más amaneció, como es costumbre venezolana, nos pusimos en marcha rumbo a Chichiriviche, a 130km y dos horas de camino. Nos llevó un amable y nostálgico Canario, emigrante en Venezuela hace demasiado, cuya mirada se ilusionó al escuchar el acento Español. Rafael, de Amana Tour, nos condujo con destreza y alegría entre cocoteros. Hicimos la parada reglamentaria en “El Palito” y paladeamos las explosivas empanadas y arepitas dulces de sus famosos e históricos puestos ambulantes. El día había comenzado con una lluvia poco habitual para esas fechas y sobre las 10: 00 llegábamos a nuestro destino, donde nos esperaba César de Hokuturismo con su lancha “Pura Vida” a punto en el embarcadero. Qué maravilla y delicia volver a sentir mi amado Mar Caribe salpicando mi cara, con la voz de César y ese sentido del humor entrañable que lo caracteriza, superando el ruido del motor fuera de borda con cada explicación. Visitamos los manglares, la cueva de la Virgen, y la impactante cueva del Indio que, para mi, fue de lo mejor del trayecto, para cerrar comiéndonos un delicioso pargo frito con patacones y ensalada rayada a orillas del mar en Cayo Muerto.

De regreso a Valencia tocó cierre con la familia, como fue y como será, en el patio de casa, llenos de risas, anécdotas, alegría y gratitud y obviamente con una caja de polarcitas frescas que, para mi sorpresa, ahora llegan a domicilio con delivery con hielo incluido por la módica suma de 25$ la caja de 36 quintos (si no tienes vacío). Mientras yo cerraba con mi gente, las otras tres cuartas partes del grupo, para mi ignorancia y sorpresa, disfrutaban de la esencia venezolana asistiendo, de forma sorprendente, a una noche de Mises. Sobre las 19:30 se adentraban en el Teatro Municipal de Valencia como invitadas de honor a la elección de Miss Ecology Venezuela 2023. Podéis imaginaros mi cara al día siguiente cuando me contaron su aventura. Si es que Venezuela es tierra donde el realismo mágico se vive en el día a día, en esa tierra todo es posible.

Antes de dejar Valencia tuve la oportunidad de volver a los sabores de mi infancia con un más que añorado desayuno en la mítica Pastelería Carabobo, donde sus empleadas atendieron risueñas a cada uno de mis antojos. Volví a comer los deliciosos cachitos, los pastelitos, su café marroncito de suave sabor dulce y con bastante espuma (como los hacen en mi tierra), y los profiteroles con cubierta de caramelo, que ya no hacían pero sacaron una hornada especialmente para calmar mi antojo. Qué maravilla volver a mi infancia a través de sus sabores. Tras eso, fue momento de un paseo por el centro, que hacía 18 años que no pisaba y que viví con alegría pues ya era primero de noviembre y, clásico en mi tierra, ese día se inaugura la navidad. El espíritu navideño que empezaba a asomar en la decoración de las calles, y los festivales con niños cantando gaitas en la Plaza Sucre me erizaron la piel.

Después de 48 horas inolvidables e intensas, entre lágrimas dejé mi Valencia natal para embarcarme en la tercera y última etapa de mi viaje de reconciliación, el día jueves 2 de noviembre volábamos desde Maiquetía hasta Canaima. Esta vez visitaríamos la parte este del Parque Nacional donde nos esperaba un cierre por todo lo alto, el maravilloso hospedaje de WaküLodge, un espectacular espacio embutido en plena selva desde cuyo jardín se observa perenne la hermosa Laguna de Canaima con cada uno de sus saltos. Una empresa familiar que ha hecho de esas tierras su hogar y de la atención con excelencia y dedicación al turista su pasión y vocación. Un fabuloso equipo humano, con su atómica dueña Mary a la cabeza, que con presencia infinita está al tanto de que cada una de las personas que habitemos el alojamiento nos sintamos a gusto, cuidadas, y confortables. Un lujo de lugar con exquisita atención. Además de las maravillosas habitaciones, los hermosos espacios comunes, el trato cortés y amable de su equipo y la deliciosa gastronomía que se degusta. La experiencia en WaküLodge es insuperable por la coordinación y la gestión de cada una de sus actividades. Paseos en curiara por la laguna con entrada al interior de las cascadas del salto Sapo y Hacha, la amorosa explicación de sus guías, y el top de su oferta, la pernocta a los pies del Salto Ángel, sin duda alguna hizo de este cierre un digno final para esta travesía.

No puedo sentirme más satisfecha, plena y agradecida por todo lo vivido durante estos 21 días. Regreso a mi hogar sintiéndome llena de vitalidad, de orgullo por mi tierra y su gente, que siguen manteniendo vivo el espíritu comunitario y el modo colaborativo que tanto hemos olvidado por estos lares. Cierto, aún falta mucho por avanzar y una parte de mí sigue sintiendo que un día, por allí a mediados de los noventa, me robaron un país y no me lo han devuelto, pero también sé que el pueblo venezolano seguirá reconstruyéndose y superará los obstáculos que le vengan.

Escribo esta entrada con el único propósito de compartir mi experiencia en mi tierra, deseando que muchas y muchos, como yo, os animéis a vivirla, porque Venezuela y su gente, lo merece.

¿Cómo no iba a terminar reconciliándome con mi venezolanidad habiéndome impregnado de esta manera de mi tierra y su gente?

¿Y ustedes?, ¿a qué esperan para hacer realidad sus sueños?