Va de reparar y (Re) pararse

reparar 2 martha lovera

A veces vivimos tan deprisa que no somos conscientes de la necesidad de parar y reparar(se). Vamos como pollos sin cabezas, corremos a toda prisa sin saber muy bien a dónde ni para qué. Y es cuando de golpe y porrazo un evento fortuito nos detiene. Lo hace de forma abrupta porque quizás, y digo quizás, sea la única forma de que paremos.

Según la RAE, reparar tiene, nada más y nada menos que, once acepciones. De todas ellas, las que atañen a este caso en particular –el mío–, y en orden secuencial son, en primer momento: “pararse, detenerse o hacer alto en una parte”; seguido de: atender, considerar o reflexionar”; para continuar con: “restablecer las fuerzas, dar aliento o vigor para así, finalmente llegar a: “arreglar algo que está roto o estropeado”.

¿A que es una maravilla? Este único verbo ha sido capaz de describir todo un proceso, el que durante este tiempo en el banquillo –como jugadora emergente, no como acusada –, he llegado a comprender (al menos eso creo).

Durante este tiempo en el que la vida me forzó a hacer un alto en el camino, atendí y reflexioné sobre tantas cosas que podría escribir las entradas del próximo año y dos novelas más con ellas. Este tiempo mirándome (y mimándome) me dio la oportunidad de restablecer fuerzas, recuperar el vigor y ahora, toca la última fase, la de arreglar lo que está roto.

¿Cuántas cosas rotas hay en nuestras vidas, aunque no lo parezcan? Hay cosas que se rompen sin hacer ruido, sin que se vea grieta alguna, sin causar dolor (en apariencia). También hay roturas que nos crujen por dentro, retumban en nuestros días, tambalean nuestras certezas y nos quitan el aliento. Pero no lo vemos, ni lo sentimos, porque… vamos corriendo.

Y de pronto, algo sucede, nos detenemos, y el tiempo (la gente, la vida) sigue adelante pero sin nuestra presencia. Hemos quedado inmóviles, quizás es el dolor el que nos impide seguir a lo loco, a veces es cuestión de mecánica (no podemos movernos). Y es cuando reparamos (consideramos) en que hacía tiempo que algo no iba bien, hacía tiempo que el cuerpo nos avisaba –porque el cuerpo siempre sabe y avisa –, hacía tiempo que algo no encajaba y no fluíamos. Nos tropezábamos, llegábamos tarde, olvidábamos cosas, ¿no dormíamos bien? Pero nosotros, a la nuestra. «¿Hay quienes están peor!, ¡pero si no puedo quejarme!», nos repetimos.

Día a día, las horas pasaban frente a nuestros ojos y nosotros, a la carrera, al trabajo, a las obligaciones, a los deberes y las obligaciones. ¿Y cuándo nos priorizamos? ¿Cuándo? ¿Cuándo ya no queda de otra? Esa suele ser la opción por la que solemos decantarnos la mayoría. Nos miramos cuando ya no hay otra cosa en la que reparar, cuando ya no hay nada con qué distraernos.

Nuestro cuerpo sí que sabe cómo hacerlo (parar y repararse). Aún con nuestra escasa o nula colaboración, el cuerpo tiene sus ciclos para repararse. Disminuye la marcha cuando hace falta, acelera el ritmo cuando es necesario. Pero nosotros, a la nuestra. Si un día notamos más cansancio (eso es de improductivos), en lugar de hacer lo que el cuerpo nos pide –descansar –, nos largamos al gimnasio, de ruta por la montaña «porque solo puedo los domingos», y nos machacamos.

Si un día nos pide silencio, colocamos música a todo volumen o hablamos sin parar con tal de no escucharnos. Porque eso de enterarse de lo que realmente se siente y desea, asusta porque no siempre gusta. Si un día nuestro cuerpo nos pide soledad y quietud –¿Quietud? ¿Silencio? ¿Pero qué es eso? ¿Para qué sirve?–, nos escondemos en un «no tengo tiempo», mantenemos el plan trazado y quedamos con nuestros amigos, con la familia, con los colegas del curro, del gimnasio (con todos a la vez, cuantos más mejor), todo con tal de no estar a solas con nuestro propio ser, con tal de no escuchar nuestras necesidades y atenderlas.

Y así siempre, erre que erre. Corremos, lo hacemos a diario sin darnos cuenta y en todos los ámbitos; en el trabajo, las relaciones y hasta con los pasatiempos. Y, no conforme con eso, lo transmitimos a los peques, ¡Ale!, al inglés, al karate, al futbol con la excusa de que aprenda. Y sí, aprenderá muchas cosas, también a estar ocupado y a no atenderse. Y como no paramos y no nos permitimos repararnos, el cuerpo (o la vida en su infinita sabiduría), un día se apiada de nosotros y nos pone una zancadilla, y ¡zas! Nos hace parar, con una caída (como a mí), enfermando o con alguna pérdida (despido, ruptura, desempleo o todas a la vez).

Es cuando finalmente, obligados, buscamos un refugio donde repararnos, y por fin nos damos cuenta de cuánto necesitábamos reparar, de cómo necesitábamos esa parada, de cuánto daño nos estábamos haciendo.

Y vosotros, ¿desde cuándo no paráis?¿Cuál es vuestro refugio donde repararos?