
Mientras preguntamos: ¿Te puedo llamar?, se esfuma la espontaneidad.
Estoy segura de que os suena eso de… ¿Te puedo llamar? que, dicho sea de paso, me hace mucha gracia. ¿Cuántas veces al día la utilizamos? ¿Con quién la usamos? Os digo que soy bastante negada a echar mano de esa pregunta, incluso me he pillado en algún momento enfadándome cuando me la hacen aunque he de reconocer que, como es una práctica habitual y cada vez más extendida, al final termino utilizándola más de lo que me gustaría. Os explico por qué me desagrada tanto.
En mi país somos muy zalameros y vamos demostrando constantemente el afecto a quienes lo profesamos de un modo bastante cercano e informal que, para otras culturas y formas de expresión, podría parecer empalagoso, ¿abusivo? Pero así es nuestra comunicación. Nos permitimos licencias en nuestro hacer y nuestro lenguaje para con los amigos que, reconozco, a veces echo de menos. Os pongo en situación. Durante el tiempo que viví en Venezuela mis amigos, los de allí, solían aparecer por mi casa sin previo aviso, aun no estando yo en ella y, dependiendo de su tiempo disponible, se daba el caso del que entraba y se ponían a conversar con mi abuela o el que le decía eso de: “vieja, prepárame una arepita” y ella, encantada de la vida, allí que iba y la preparaba. Mis amigos entraban a la cocina, abrían la nevera y se servían de lo que les apetecía sin pedir permiso, bastaba avisar que lo harían con frases como: “vejuca, voy a agarrar agua”. Sí, agarrar, porque para nosotros eso de coger es otra cosa que ya os explicaré. Mi infancia, adolescencia e incluso primera adultez la viví de ese modo. No se nos ocurría jamás llamar por teléfono para decir eso de: ¿Puedo ir pa’ tu casa? Simplemente aparecías y, si tu amigo no estaba, lo esperabas, en el porche tomando un refresco o en el patio de la casa jugando con sus perros, que también eran las mascotas de uno, o en su cama viendo televisión o conversando con el familiar que se encontrara en ese momento en la vivienda, o haciendo los recados a la abuela. Al llegar aquí que eso fuera de un modo distinto para mí supuso un choque porque la forma habitual por estos lares es quedar. Es frecuente escuchar: Oye, ¿quedamos? y eso de emplazar citas para ver a los amigos se me antojaba extraño. Ahora ya me he acostumbrado… creo.
Con la llegada de la mensajería instantánea usamos ese medio para anticiparnos a la mayoría de nuestros movimientos. Avisamos a tiempo real por dónde vamos. Mandamos nuestra ubicación y, cómo no, lanzamos la pregunta famosa de: ¿Te puedo llamar? Reflexionando sobre ello me planteo que quizás nos hemos vuelto tan absurdamente protectores de nuestros tiempos y espacios que vemos con recelo que sean vulnerados. Así que sí, es habitual hoy día quitar espontaneidad a una simple llamada y enviar la dichosa pregunta antes. Para mí es como si, cuando esta herramienta no existía, hubiésemos enviado un telegrama o una carta preguntando si podíamos tocar la puerta. Ese recelo me hace mucha gracia porque con la llegada de estas aplicaciones de mensajería coincidió la llegada de las redes sociales y entonces, ¿publicamos todo o casi todo lo que hacemos y vivimos pero necesitamos preguntar el “te puedo llamar”? Todo esto me deja algo confusa porque a mí, que no me molesta que me entren llamadas y si, por el motivo que sea, no quiero que me entren o no puedo atender, pues pongo el móvil en silencio o en modo avión y listo. A lo que iba, a mí me sigue gustando marcar el número y hablar. Me gusta escuchar el tono de voz, las risas que nunca podrán ser transmitidas por un emoticono y, obviamente, prefiero mirar a los ojos pero eso es aun más complejo. Como vamos como pollo sin cabeza, hay que emplazar quedadas con semanas o meses de antelación y cruzar los dedos para que “puedan ser”.
Tengo varios amigos que son artistas en eso de enviar el mensaje con el fulano ¿te puedo llamar? y eso que les tengo dicho: Tú llama cuando te apetezca. Sin embargo, no lo hacen y a veces, por enviar un mensaje en lugar de hacer la llamada, nos hemos perdido la oportunidad de tomarnos un café o darnos un paseo, porque nos enteramos horas después de que en ese momento, que ya se esfumó, habríamos coincidido haciendo posible un encuentro, materializando lo espontáneo. ¡Qué pena y qué absurdas somos las personas! Entonces yo, que no suelo hacer esa pregunta e incluso, según quien me la haga me molesta, no puedo evitar pensar que la persona que sí la formula de forma habitual vive ese sencillo gesto, el de recibir una llamada, como ¿una intromisión? ¿Un abuso de confianza? A saber. Creo que todo es más sencillo.
Estamos en diciembre y se acercan fechas en las que los mensajes y las llamadas son protagonistas. Si contabilizáramos la totalidad de segundos invertidos este mes en escribir la preguntita antes materializar la llamada, no sé cuántas horas estaremos perdiendo cada año, pero seguro que ese dato nos sorprendería. Y ya si cuantificáramos la cantidad de momentos que nos perdemos por preguntar en lugar de pasar a la acción y hacer la llamada, seguramente sería muy triste darnos cuenta de que son demasiados y muy valiosos.
Retomando lo de las fechas decembrinas, os cuento una anécdota familiar. Mi bisabuela, Mimí, era implacable con la tradición de felicitar a la gente por la navidad, sus cumpleaños, o por todo lo celebrable en sus vidas. Recuerdo que con sus noventa y tantos años seguía pidiendo que le marcaran los teléfonos de sus amistades y personas queridas para hacer esa llamada. ¿Os imagináis la cara que habría puesto de haberse enterado de cómo hoy día pedimos permiso/autorización al destinatario para hacerle una llamada? Se habría tronchado de la risa y nos habría dejado a todas y todos, como sociedad, de ridículos ante sus ojos. Así que a ver si dejamos el teclado a un lado y pulsamos los números porque en estos tiempos de excesiva digitación tampoco aplica eso de levantar el auricular.
Por cierto, antes de terminar, ¿recordáis la sensación tan satisfactoria que provocaba colgarle el teléfono a alguien cuando estabais enfadados? Hasta esa magia se ha perdido con las nuevas tecnologías.