Va de tormentas de verano.

Amo las tormentas de verano, me encanta su olor, su sonido y su luz. Tengo preciosos recuerdos enmarcados por acaloradas tormentas de verano, porque en mi tierra cuando llueve siempre es verano. Es lo que tiene el caribe, su calor constante, por eso durante mi infancia no recuerdo ningún aguacero con menos de treinta grados. También amo el verano, es la época del año en la que más libre me siento porque tengo la oportunidad de estar mucho más tiempo en la naturaleza. Además, es la época del año que más me conecta con la tierra que me engendró, con mi amada Venezuela; mentalmente vuelvo a sumergirme en ese cálido, cristalino y hermoso Mar Caribe que tanto me dio y que en mis labios, con agua mediterránea, ahora es menos salado.
Adoro levantarme y salir corriendo a darme un chapuzón en el mar, o pasar el día “salada” como dice mi chica. Y es que hay días en los que no toco el agua dulce ni por equivocación, me parece un desperdicio teniendo tantos litros de Mediterráneo donde zambullirme y mantenerme limpita, salada pero limpia. Por eso y porque paso el día de casa al mar y viceversa. Pero eso de ni oler el agua dulce lo hago sobre todo cuando me descuido con el protector solar, que suele suceder en esos días en los que me siento saturada y en un intento por repararme desato mi lado más salvaje hasta perder la noción del tiempo, hago la exploradora entre las rocas y las olas con el resultado obvio de una indeseable insolación, eritema en la piel, leve dolor de cabeza y ardor corporal incluidos. Entonces huyo del agua dulce, lo aprendí por allí en el año noventa y ocho del siglo pasado (qué fuerte suena eso ¿a qué si?) cuando, estando en la Isla de Margarita, llegué con senda insolación a donde me alojaban y allí me recibió una entrañable señora a la que quiero y admiro profundamente, Bellus (Mercedes es su nombre de pila), la abuela de unos amigos; En su momento Bellus me dijo que ni loca me quitara el agua salada, que el agua dulce era la peor enemiga de las insolaciones. Esa noche lo comprobé, dormí con las perlas del salitre rozando y sanado mi imprudencia y al día siguiente estaba como si nada. Fue cuando descubrí que es cierto eso que dicen que todo en la vida se cura con agua salada: lágrimas, sudor o el mar y a veces, las tres a la vez.
Volviendo al tema, del verano también amo esos días que vienen cerrados de nubes y cargan de humedad la atmósfera, cuando bajan de golpe y trompazo las temperaturas y aparece ese característico olor a tierra mojada, el petricor. Me encanta esa palabra, me fascina ese aroma, ¿sabéis que hasta el momento no se ha logrado sintetizar en laboratorio y que es producto de la unión del agua con los aceites producidos por las plantas y la geosmina secretada por unas bacterias? Lo sé, soy muy friki y os lo tengo dicho. En fin, que me maravilla que en todas partes del mundo el “olor a lluvia” sea el mismo, y el gustazo que se siente al dejarse envolver por él supongo que también será global.
Este verano está siendo bastante diferente, algo “atormentado” por no decir tormentoso. Vino lleno de su olor característico producto del desinfectante y el tan famoso gel hidro alcohólico, y lo de llevar media cara detrás de un trozo de tela/papel quirúrgico caminando por la calle a más de treinta grados tiene su aquel, sin embargo, eso no me impide seguir amando los días largos, sudar, vestirme con ropa corta e incluso ir ligera de ella y sobre todo, no me impide seguir agradeciendo tener la oportunidad de dejarme sorprender por una inesperada tormenta de verano, porque significa que aún sigo aquí, ¡VIVA!
Y es que las tormentas son al verano lo que las situaciones adversas a la vida: llegan de repente oscureciendo nuestra clara y soleada realidad para rodearnos con su humedad hasta casi sentir que nos ahogamos; a veces nos hacen experimentar la frustración por tener que renunciar al “perfecto plan veraniego” o nos obligan a quedarnos en casa oyendo llover; o maldecimos encontrar la ropa que creíamos limpia, lavada esa mañana, una vez más empapada cuando debería estar seca. A veces vienen cargadas de fulminantes bolitas de hielo que golpean todo lo cultivado hasta ese momento haciendo creer que se perderá la cosecha, que no se recogerá lo sembrado, que se derrumbará lo construido. Pero luego, cuando pasan, cuando cesan los rayos y los truenos, cuando se valoran los daños, el aire parece más ligero, todo queda más limpio, nuevamente sale el sol y con suerte hasta nos regalan un arcoíris.
Las tormentas de verano de la vida son esas circunstancias, situaciones o personas que a veces comienzan oliendo a petricor y luego, en una chasquido de dedos y sin saber muy bien cómo ni porqué mutan a cielo gris oscuro preludio de un “palo de agua”, porque llueven palos y no de agua precisamente. Con ellas nuestro cielo se rompe y vacía en millones de gotas, a veces saladas provenientes de nuestros ojos en forma de lágrimas, pero siempre, siempre, como las tormentas de verano, terminan pasando, y suelen tener un para qué, aunque mientras luchamos contra Poseidón no lo comprendamos.
¿Y a ustedes? ¿Cuál fue la última vez que les sorprendió una acalorada tormenta de verano?