eternamente en tus ojos en el árbol de navidad martha lovera
eternamente en tus ojos en el árbol de navidad martha lovera

Celebraciones: de lo que se celebra y cómo se celebra.

Celebrar, según el diccionario de la RAE, significa: “Ensalzar públicamente a un ser sagrado o un hecho solemne, religioso o profano, dedicando uno o más días a su recuerdo”. También está el significado de “mostrar o sentir alegría o agrado por algo”. Lo seres humanos somos mucho de celebraciones, sobre todo al final de un ciclo como este, el último mes del año. Desde épocas inmemoriales se celebran rituales de múltiples formas y colores, y por los más diversos y a veces disparatados motivos. Se celebran los nacimientos, cumpleaños, finales de curso y el santo. Celebramos fiestas varias y días emblemáticos. El día de la madre, del niño, del padre, de la diversidad funcional. El día del Orgullo, del árbol y así sin parar de contar. Con la globalización y la transculturalidad que encierran los fenómenos migratorios se ha hecho cada vez más presente la fusión de las celebraciones, aunque pienso que puede que haya más de marketing y consumismo que de otra cosa y así, nos vemos celebrando Halloween en Europa y el Janucá en algún país centroamericano. Todo esto tiene una parte muy bonita que es la de mantener vivas nuestras tradiciones allí donde nos encontremos y compartir lo celebrable con nuestros amigos, sin embargo, también hemos llegado a celebrar “la fiesta del corcho” o “Santa gana” por el solo hecho de tener una excusa para festejar. Por celebrar hasta se celebran fiestas de separaciones y divorcios que, todo sea dicho, seguro habrá muchos que son para celebrarlos y a lo grande.

Yo soy mucho de celebrar. Pienso que todo debe tener su espacio para ser honrado/festejado, incluso las despedidas. Hablando de despedidas, ¿sabéis que hay países donde la muerte se convierte en una verdadera fiesta? El que se lleva la palma es Ghana, pero eso da para otro post. Bueno, a lo que iba, me gusta celebrar, sobre todo mi cumpleaños que, interiormente lo celebro a año vencido, es decir, que en un par de días cuando cumpla los cuarenta, en vez de celebrar los cuarenta estaré celebrando que superé los treinta y nueve. Festejaré que llegué sana y salva a la cuarta planta, que sobreviví a doce meses y que estoy, en teoría, preparada para otros doce meses más, pero sobre todo celebraré que estoy viva. Por eso me cuesta tanto comprender a las personas que no les gusta celebrar su cumpleaños, aunque lo respete. Tanto soy de celebrar mi cumple que, como por aquí se celebra mucho eso del Mig Any que si de los Moros y Cristianos, que si de las Fallas, etcétera, pues me he adjudicado el 23 de junio como el mig any de mi cumpleaños. Lo sé, soy una friki, pero… ¿Por qué no?

A propósito de mi cumpleaños tengo unas cuantas tradiciones y protocolos alrededor de ese día que procuro practicar en la medida de lo posible. Una de ellas, la principal: no trabajar ese día. La segunda en orden de importancia: amanecer en casa esa mañana y la tercera y no por ello menos importante, soplar las velas, pero ojo, no me vale cualquier tipo de velas, me gustan las de números que así en la foto se sabe qué cumpleaños fue. Hay otra práctica habitual en mi cumpleaños que, culturalmente, choca mucho con la tradición española. Y es que en Venezuela eso de que el cumpleañero invite a los demás es todo un sinsentido. Es el cumpleañero quien debe ser honrado, invitado y agasajado. Por ello, a mis amistades más cercanas, siempre les repito: “No esperéis que os invite a algo por mi cumple” y ellos se ríen. Tanto es así que durante estos quince años de inmigrante es la única tradición a la que no me he adaptado ni pienso hacerlo, aunque por aquí esté muy arraigado eso de convidar por el cumple.

Volviendo a lo de las celebraciones, también me gusta mucho celebrar la navidad y dar regalos. Esa ilusión que se ve en los ojos de quien abre el regalo, para mí, es un regalo en sí misma. En Venezuela celebramos el “Niño Jesús”, nada de Papá Noel, Santa Claus o Los Reyes Magos que tienen mi respeto, pero todo son ventajas en nuestra modalidad navideña. Anda que no tiene mérito que un niño recién nacido vaya repartiendo regalos por el mundo. En el caso de Papá Noel es un hombretón rodeado de duendes con su gran trineo a 9 renos de potencia. Y los Reyes de Oriente, como buenos Reyes, echan mano de su séquito de pajes para organizarlo todo. En este apartado quiero detenerme porque por más fan que sea del niño Jesús, los Reyes Magos de Gata de Gorgos son para alucinar, yo de ustedes iría corriendo a verlos. A lo que iba, que un niño se encargue de todo ese jaleo, claro que tiene mérito, es mágico. Además, abrir los regalos el 25 por la mañana tiene el plus de disfrutarlos más días antes que acaben las vacaciones escolares. Pensad en ello detenidamente. Si es que todo son ventajas ¿no?

A propósito de esto último, la prueba fehaciente de que nuestra unidad familiar vive en la pluralidad cultural quedó plasmada en los anales de la familia cuando la mañana de un 25 de diciembre mi suegro, en pijama y colocado de pie en la base de la escalera de su casa, gritó: “Ha llegado el niño Jesús” emocionado, refiriéndose a que ya estaban los regalos bajo el árbol. Desde entonces se hacen los regalos tanto el 25 de diciembre como el 6 de enero, según estemos juntos o no. Sin embargo, mi amor y yo hemos llegado al siguiente pacto, ella me entrega mi regalo más destacado el 25 de diciembre y yo le entrego su regalo importante para reyes. Así todas contentas y cada una mantiene su tradición.

En fin, y ya voy finalizando, creo que es importante celebrar, celebrar no solo en las fechas señaladas, que también, sino celebrar minuto a minuto la vida, porque el solo hecho de estar es un regalo. De hecho, hoy se cumplen 17 años de que casi no estoy en este mundo, de allí mi agradecimiento y mi afán de celebración, pero eso os lo contaré en otra ocasión. Os animo a celebrar, siempre que podáis y así lo sintáis por absurdo que parezca y sobre todo, también os animo a no hacerlo si es lo que sentís, que parece que en estas fechas todo tiene que ser paz, amor, bonito y armonioso y, nos guste o no, las adversidades no conocen de tradiciones, celebraciones y fechas especiales. Así que haced lo que sintáis.

Feliz Noche Buena y una excelente Navidad a todas y todos.

telefono antiguo martha lovera
telefono antiguo martha lovera

Mientras preguntamos: ¿Te puedo llamar?, se esfuma la espontaneidad.

Estoy segura de que os suena eso de… ¿Te puedo llamar? que, dicho sea de paso, me hace mucha gracia. ¿Cuántas veces al día la utilizamos? ¿Con quién la usamos? Os digo que soy bastante negada a echar mano de esa pregunta, incluso me he pillado en algún momento enfadándome cuando me la hacen aunque he de reconocer que, como es una práctica habitual y cada vez más extendida, al final termino utilizándola más de lo que me gustaría. Os explico por qué me desagrada tanto.

En mi país somos muy zalameros y vamos demostrando constantemente el afecto a quienes lo profesamos de un modo bastante cercano e informal que, para otras culturas y formas de expresión, podría parecer empalagoso, ¿abusivo? Pero así es nuestra comunicación. Nos permitimos licencias en nuestro hacer y nuestro lenguaje para con los amigos que, reconozco, a veces echo de menos. Os pongo en situación. Durante el tiempo que viví en Venezuela mis amigos, los de allí, solían aparecer por mi casa sin previo aviso, aun no estando yo en ella y, dependiendo de su tiempo disponible, se daba el caso del que entraba y se ponían a conversar con mi abuela o el que le decía eso de: “vieja, prepárame una arepita” y ella, encantada de la vida, allí que iba y la preparaba. Mis amigos entraban a la cocina, abrían la nevera y se servían de lo que les apetecía sin pedir permiso, bastaba avisar que lo harían con frases como: “vejuca, voy a agarrar agua”. Sí, agarrar, porque para nosotros eso de coger es otra cosa que ya os explicaré. Mi infancia, adolescencia e incluso primera adultez la viví de ese modo. No se nos ocurría jamás llamar por teléfono para decir eso de: ¿Puedo ir pa’ tu casa? Simplemente aparecías y, si tu amigo no estaba, lo esperabas, en el porche tomando un refresco o en el patio de la casa jugando con sus perros, que también eran las mascotas de uno, o en su cama viendo televisión o conversando con el familiar que se encontrara en ese momento en la vivienda, o haciendo los recados a la abuela. Al llegar aquí que eso fuera de un modo distinto para mí supuso un choque porque la forma habitual por estos lares es quedar. Es frecuente escuchar: Oye, ¿quedamos? y eso de emplazar citas para ver a los amigos se me antojaba extraño. Ahora ya me he acostumbrado… creo.

Con la llegada de la mensajería instantánea usamos ese medio para anticiparnos a la mayoría de nuestros movimientos. Avisamos a tiempo real por dónde vamos. Mandamos nuestra ubicación y, cómo no, lanzamos la pregunta famosa de: ¿Te puedo llamar? Reflexionando sobre ello me planteo que quizás nos hemos vuelto tan absurdamente protectores de nuestros tiempos y espacios que vemos con recelo que sean vulnerados. Así que sí, es habitual hoy día quitar espontaneidad a una simple llamada y enviar la dichosa pregunta antes. Para mí es como si, cuando esta herramienta no existía, hubiésemos enviado un telegrama o una carta preguntando si podíamos tocar la puerta. Ese recelo me hace mucha gracia porque con la llegada de estas aplicaciones de mensajería coincidió la llegada de las redes sociales y entonces, ¿publicamos todo o casi todo lo que hacemos y vivimos pero necesitamos preguntar el “te puedo llamar”? Todo esto me deja algo confusa porque a mí, que no me molesta que me entren llamadas y si, por el motivo que sea, no quiero que me entren o no puedo atender, pues pongo el móvil en silencio o en modo avión y listo. A lo que iba, a mí me sigue gustando marcar el número y hablar. Me gusta escuchar el tono de voz, las risas que nunca podrán ser transmitidas por un emoticono y, obviamente, prefiero mirar a los ojos pero eso es aun más complejo. Como vamos como pollo sin cabeza, hay que emplazar quedadas con semanas o meses de antelación y cruzar los dedos para que “puedan ser”.

Tengo varios amigos que son artistas en eso de enviar el mensaje con el fulano ¿te puedo llamar? y eso que les tengo dicho: Tú llama cuando te apetezca. Sin embargo, no lo hacen y a veces, por enviar un mensaje en lugar de hacer la llamada, nos hemos perdido la oportunidad de tomarnos un café o darnos un paseo, porque nos enteramos horas después de que en ese momento, que ya se esfumó, habríamos coincidido haciendo posible un encuentro, materializando lo espontáneo. ¡Qué pena y qué absurdas somos las personas! Entonces yo, que no suelo hacer esa pregunta e incluso, según quien me la haga me molesta, no puedo evitar pensar que la persona que sí la formula de forma habitual vive ese sencillo gesto, el de recibir una llamada, como ¿una intromisión? ¿Un abuso de confianza? A saber. Creo que todo es más sencillo.

Estamos en diciembre y se acercan fechas en las que los mensajes y las llamadas son protagonistas. Si contabilizáramos la totalidad de segundos invertidos este mes en escribir la preguntita antes materializar la llamada, no sé cuántas horas estaremos perdiendo cada año, pero seguro que ese dato nos sorprendería. Y ya si cuantificáramos la cantidad de momentos que nos perdemos por preguntar en lugar de pasar a la acción y hacer la llamada, seguramente sería muy triste darnos cuenta de que son demasiados y muy valiosos.

Retomando lo de las fechas decembrinas, os cuento una anécdota familiar. Mi bisabuela, Mimí, era implacable con la tradición de felicitar a la gente por la navidad, sus cumpleaños, o por todo lo celebrable en sus vidas. Recuerdo que con sus noventa y tantos años seguía pidiendo que le marcaran los teléfonos de sus amistades y personas queridas para hacer esa llamada. ¿Os imagináis la cara que habría puesto de haberse enterado de cómo hoy día pedimos permiso/autorización al destinatario para hacerle una llamada? Se habría tronchado de la risa y nos habría dejado a todas y todos, como sociedad, de ridículos ante sus ojos. Así que a ver si dejamos el teclado a un lado y pulsamos los números porque en estos tiempos de excesiva digitación tampoco aplica eso de levantar el auricular.

Por cierto, antes de terminar, ¿recordáis la sensación tan satisfactoria que provocaba colgarle el teléfono a alguien cuando estabais enfadados? Hasta esa magia se ha perdido con las nuevas tecnologías.

palabras escritas con estilográfica martha lovera
palabras escritas con estilográfica martha lovera

¿Desde cuándo no creáis nuevas palabras?

Seguro estaréis pensando a qué viene esa pregunta. Si es que quiero retar a la Real Academia o algo así. Os explico. Siempre me ha gustado jugar al Scrabble y con él aprendí a buscar y rebuscar palabras, sin embargo, muchas de las veces que lo he jugado me he topado con alguna persona que le da por crear palabras nuevas. Con tal de obtener puntos, cualquier maniobra es buena. Así que en muchas de esas partidas teníamos que echar mano al diccionario para evitar disputas. Una de mis personas favoritas en el mundo es una artista en eso, en crear nuevas palabras y expresiones, incluso tiene especial maestría para transformar las ya existentes. Tiene un humor contagioso, una chispa sublime y es de esas personas que hace amar lo absurdo y que hace sentir el ridículo como parte importante de la vida. De ella aprendí lo que es “tener risa”, porque ella siente la risa como se sienten el hambre o el sueño. Tiene una habilidad fascinante para nombrar todo como es para ella y no como se llama en realidad, de hecho, no recuerdo una sola vez desde que nos conocemos que me haya llamado por mi nombre, tampoco recuerdo cuándo ni por qué me bautizó como Martha Gabriela y así me quedé para los restos. Es algo que me encanta y me llena de ternura.

Ella es magia, espontaneidad, ilusión y ocurrencias a más no poder. Es risa, optimismo, honestidad y alegría. Es imposible hablar de cosas serias o dolorosas con ella sin que se cuele una carcajada por alguna parte de la conversación, y eso para mí es una gran virtud. Siempre me ha gustado la forma tan descarada y relajada que tiene de expresarse. Creo que entre tanto protocolo y el deber ser hemos perdido el contacto con lo espontáneo, con esos pequeños absurdos o esas confusiones que nos hacen parecer ridículos pero que han valido solo para hacernos reír en un momento de tensión.

En esta línea de ideas, hace algún tiempo que presto mucha atención a la forma que tiene la gente de expresarse y he descubierto una extraña mezcla de palabras que aparecen de tanto en tanto. Algunas como: “Amodio” que supongo será una combinación perfecta de amor y odio. ¿Quién no ha “amodiado” a alguien? O “Trislegría”, que será esa sensación que se tiene cuando se ríe y se llora a la vez. ¿A que esta sí que la habéis sentido en algún momento?

Personas como la que os he descrito al inicio de este post, una de “mis personas”, transforman el mundo a base de modificar su manera de expresarse y comunicarse con los demás. Alteran las palabras combinando vertiginosamente sus sílabas o mezclándolas con otras retando así a la gramática, los significados y significantes y hasta las connotaciones que estas tienen para formar nuevas expresiones, sin tener miedo a sentirse ridículas o juzgadas. Es como crear un nuevo código comunicacional. Obviamente es normal sentirse extraño con esas nuevas palabras porque todo el tiempo se nos ha dicho aquello de: “hay que llamar a las cosas por su nombre”, pero cuán importante es, a veces, olvidar ese nombre para llamarlas de otra manera. Una manera fresca y distendida para así redescubrirlas.

Os animo a crear y transformar expresiones y palabras, porque solo así hablaremos un idioma distinto y dotaremos de significados nuevos lo que ya, por su ciclo o por el cambio de las circunstancias, quedó caduco. La RAE lo llama neologismo.

Por cierto, un gran amigo que ronda los setenta años, suele cerrar los correos que envía con: te mando un “besabrazo” que, como podréis imaginar, no es más que besar y abrazar a la vez. ¡Qué palabra más bonita! ¿A que sí?

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77. Esas fueron las primaveras que sus ojos vieron florecer, pero no los otoños que vio a los árboles deshojar. Porque no quería ver marchitar su cuerpo, porque no quiso prolongar lo inevitable. Porque no quería, ni se merecía sufrir. Eligió partir cuando el verano aún se dejaba sentir emitiendo bocanadas de calor en su pueblo natal, que iba alternando con esos días que de súbito amenaza a tormenta. Así fue ese día. Oscilante entre el calor y la brisa fresca de los primeros días de septiembre y con la característica humedad reinante.
Teníamos una cita. Ella había propuesto el día, sé que ya lo sabía. Sabía que sería el día de su partida. Yo lo supe cuando subí las escaleras de su casa.
77. ¿Cuántos días? ¿Cuántos latidos? ¡¿Cuánta vida?!
De todo ese recorrido, solo nos habíamos visto unas pocas veces. ¿Diez? ¿Doce? No sabría decirlo. Solo sé que su plata cabellera me dejó varias lecciones.
Me enseñó que la valentía no se mide por los actos heroicos que hacemos sino por la gallardía de superarnos a nosotros mismos día a día. Que los vínculos y la confianza no van de la mano ni de la sangre, ni de la cercanía ni del tiempo compartido, sino del respeto, la admiración, la lealtad y la honestidad mutuos, recíprocos, esos que se demuestran en la cotidianidad con pequeños actos.
Me enseñó que se puede ser sumamente feliz y dar amor aún estando profundamente herido. Que el sarcasmo puede también ser una manera de acercarnos a otros si se utiliza con inteligencia y con el cuidado necesario para evitar hacer daño. Porque cuando no se quiere hacer daño eso se nota, más allá de una palabra y un gesto, se nota en una mirada que cómplice abraza por encima de la palabra hablada.
Me mostró que la forma más sencilla de comunicarnos con otros muchas veces se logra sin hablar. Que la libertad siempre sienta mal a quienes la temen y que la irreverencia es necesaria para defenderla.
La nuestra fue una relación fugaz, “casual”. Sí así, entre comillas. Porque cada día tengo más claro que nada es casual. Fue una relación llena de intensidad y complicidad. Que quizás, ni de lejos, llegó a las 77 horas.
Aún así, eternamente agradecida, maestra, por la sabiduría que me regalaste. Sigue el rumbo de tus estrellas.