lavanda presa en una mano martha lovera
lavanda presa en una mano martha lovera

Va de estar presa y quedar detenida.

Hace unos días en el trabajo experimenté eso de estar presa, legalmente detenida. No es lo que imagináis, no he cometido delito alguno. Os explico. Tuvimos que acudir a un domicilio y la Policía Local nos trasladó en el coche patrulla, uno especial que hasta entonces no conocía. La agente nos advirtió con amabilidad: “no es nada cómodo, lo siento”. No comprendí a lo que se refería hasta que subí y me di cuenta que en lugar de asientos un plástico rígido cubría la zona donde estos debían estar; además, una pantalla de metacrilato transparente separaba al “pasajero” de quienes iban delante. En el centro de esta lámina un par de ventiladores, parecidos a los que refrescan los ordenadores, con un ruido nada agradable hacían el intento de bajar la temperatura de aquel espacio que cual pecera me contenía junto a una compañera.

Los baches del camino hicieron saltar nuestros riñones de sus fosas en un par de ocasiones y el calor, junto con la sensación de indefensión, hizo asfixiante el trayecto durante los primeros minutos. Poco después bajaron las ventanillas y volvimos a respirar. Y es que el mismo plástico que sin lograrlo jugaba a servir de asientos también recubría las puertas y tapaba el espacio destinado al sistema de apertura de estas y el de subir o bajar los cristales. Tampoco había alfombrillas. Eso sí, la seguridad que no falte, los cinturones de seguridad emergieron perfectos de sus anclajes. Durante los casi treinta minutos de traslado me sentí en el interior de una cápsula de café, a la espera de ser rociada por el agua hirviendo hasta diluirme y reflexioné acerca de las personas que, por una u otra causa, terminan allí, presas y detenidas.

Según la RAE, la palabra presa tiene varios significados: “dicho de una persona que sufre prisión”, “dominado por un sentimiento, estado de ánimo”; “cosa apresada o robada”, “animal que es o puede ser cazado”, “acequia o zanja de regar”, “muro grueso de piedra u otro material que se construye a través de un arroyo para almacenar su curso fuera del cauce”. Interesante ¿a que sí? Cuando terminé de leer esos significados me di cuenta de que una persona sea o esté presa (o detenida), sin haber hecho ninguna triquiñuela o haber infringido la ley, es relativamente sencillo, de hecho, considero que es algo que experimentamos a diario.

Todas las personas hemos estado/sido/caído presas alguna vez, algo o alguien nos ha detenido en algún momento o hemos sido presa de alguien o algo. Quizás hemos formado una presa al torrente de emociones que amenazan con desbordarse desde nuestro interior, un muro fortificado invisible que nos hace ser presas de nosotras mismas. Otras veces quedamos paralizadas, inmóviles por nuestros sentimiento y otras veces nos han hecho presa, dejándonos de algún modo atrapadas en una situación, en una persona o en pensamientos y sentimientos, deteniendo lo que somos, poniendo en pause la vida que teníamos hasta entonces. ¿Os suena de algo todo esto, verdad?

Esa tarde en la patrulla pensé en las personas que, siendo apresadas, habían estado allí, en ese mismo habitáculo. ¿En qué pensaban mientras sus manos, esposadas a la espalda, rozaban el plástico? ¿En lo vivido? ¿En lo sufrido? ¿En si había merecido la pena? Pensé en todo lo que es capaz de detener a un ser humano: el dolor, el miedo, un error; estar en el momento y lugar equivocado, incluso el amor, a veces el mal amor.  El caso es que durante ese servicio me detuve, aun cuando todo seguía moviéndose a su ritmo, y comprendí que a veces para quienes estamos presas de un sentimiento o deseando salir de una situación que nos convierte en una presa indefensa, la única opción posible para transformarnos es quedarnos detenidas y eso, tal y como dijo la agente ese día, no es nada cómodo. Romper la presa que nos aprisiona para dejar de ser una presa nunca es cómodo.

¿Y ustedes? ¿Cuándo fue la última vez que caísteis presos, que tuvisteis que quedaros detenidos?

fotografía nocturna montoro martha lovera
fotografía nocturna montoro martha lovera

Va de historias que no deberían empezar nunca jamás.

Cuando pensamos en una historia o en un cuento, seguramente a la mayoría de nosotros nos viene a la cabeza el típico inicio de los cuentos infantiles. Frases como: “erase una vez” o “había una vez”. Cuando pensé en esta historia, lo primero que vino a mi mente fue esa isla descrita por J. M. Barrie en Peter Pan, El país de nunca jamás. Esta es una historia de nunca jamás, porque hay historias que nunca jamás deberían existir, que nunca jamás deberían comenzar. ¿Queréis que os la cuente? Pues vamos allá.

En un lugar cercano, podría ser el salón de mi casa, la escuela de tus hijos, la cocina de nuestra vecina o la calle por donde tu mejor amigo pasea su perro; escondida entre las diminutas motas de polvo que se mueven con el azar del viento, vive una pequeña figura con manos en forma de tenazas que tiene el poder de cambiar la vida a quienes toca. Nació muy débil en el cielo infinito como una más de las constelaciones que en este bailan. Una más entre miles de millares de estrellas. Soñaba con ser grande, con que la vieran. Un día, en su deseo de crecer y hacerse fuerte, tropezó con una caracola mágica que, según contaban, cumplía los deseos de quien le hablaba, pero debía tener cuidado pues si la despertaba podría ser desastroso. La diminuta cangrejita cogió con una de sus tenazas la caracola y la colocó cerca de su oído y, en su afán por sobresalir, sin prestar atención a las advertencias de quienes conocían la fama de la hermosa caracola, gritó con toda la potencia de su voz: “¡quiero ser grande! ¡Quiero que me vean!”. La caracola despertó de su ensoñación enfadada y, utilizando el sonido del mar, susurró: “verás cumplido tu deseo pero para ello, eternamente cambiarás la vida de las personas y vagaras entre ellas; te verán pero jamás serás querida, tendrás mil caras y te temerán”. La pequeña cangrejita, emocionada por la respuesta inicial de la caracola, no escuchó la condición que esta impuso a modo de rumor marítimo y, sin pensarlo un segundo, aceptó. Empezó entonces su andadura entre los seres humanos, vagaba entre ellos como una diminuta célula que, en el momento menos pensado, crecía desordenada, haciéndose visible.

Una mañana en el parque se acercó a una preciosa niña morena de ojos dulces y larga cabellera llamada Jimena que jugaba alegremente con su hermano. La cangrejita se metió debajo de su piel y de inmediato el cuerpo de la pequeña comenzó a cambiar. No corría con la misma facilidad y algunos dolores aparecieron en su delicado cuerpo infantil. Sus padres angustiados la llevaron al médico. La cangrejita estaba feliz porque crecía como tanto deseaba, y esa mañana por fin la verían. Y así fue, tras una de esas fotografías que solo hacen en los hospitales, apareció. No logró ver su cara, en su lugar vio el miedo y la tristeza en los ojos de la pequeña y de sus familiares. Deseó nunca haberse encontrado con aquella caracola. Los médicos la llamaban Cáncer y, cuando la gente escuchaba su nombre, lloraba y sentía miedo. Pero los médicos contaban con una pócima mágica para que dejara de crecer dentro del cuerpo de Jimena. Cáncer sintió miedo, no quería volver a ser pequeña, estaba muy a gusto en el cuerpo de la niña. Con las primeras gotas de la pócima recorriendo las venas de la pequeña Cáncer sintió dolor. Tras veintiún días, una nueva fotografía y quizás más pócima, volverían a mirarla. Esta vez Cáncer miró en el espejo cómo la larga y hermosa cabellera oscura de Jimena había desaparecido y como su cuerpecito se hizo delgado. La cangrejita se sintió triste, comprendió que su presencia dentro de la pequeña había cambiado a la niña por completo, fue entonces cuando dejó de crecer. Tras varios ciclos, Cáncer volvía a ser muy débil y pequeña, una diminuta constelación en el universo infinito, hasta que un día se desvaneció volviendo a ser el polvo que era en su nacimiento. Los médicos, felices, dieron la noticia a Jimena y a sus padres. Cáncer se había ido, no sabían si más tarde regresaría o si se había ido para siempre. De momento, ya no estaba dentro de Jimena y aquello era una gran noticia, un verdadero triunfo. La vida de la cangrejita se hizo cada vez más difícil porque los seres humanos se unieron para buscar fórmulas, elixires y pócimas para que nunca más volviera a cambiar la vida de ninguna persona. Jimena volvió a jugar feliz con sus amigos y sus padres fueron felices al verla crecer al igual que su cabello.

Esta historia es de esas que nunca jamás deberían comenzar. Es una toma de consciencia de la dolorosa realidad que produce la omnipresencia de una enfermedad como el cáncer; de cómo, nos guste o no, todas y todos somos pacientes en potencia y sobretodo, es un homenaje a quienes día a día son tocados por el cáncer, a quienes día a día beben la pócima para superar la enfermedad.

Esta historia es para ti Jimena, mi querida niña de ojos dulces.

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Eternamente en tus ojos con el mar al fondo



Llegadas y Salidas 

Seguro que a todas y todos os suena el título de esta entrada. Sin duda lo habéis visto en algún aeropuerto o estación de tren. A mi esos espacios siempre terminan llenándome de nostalgia. Esos encuentros y despedidas me atrapan sin remedio alguno, me dejan sin defensa. Sucumbo a la fuerza de los vaivenes de ese movimiento que a oleadas, tras el aviso de un alto parlante, nos impulsa en una misma dirección, hacia la misma puerta de embarque, el mismo andén. Compañeros obligados de trayecto, almas entregadas al mismo destino.
Veo, por ejemplo, a la chica que se amarra al cuello de su novio, porque seguro es su novio. Esa mirada solo se tiene durante los primeros meses de idilio. Detrás, el ejecutivo que no calla, organizando cada segundo de las horas que están por venir, soberbiamente convencido de que todo seguirá su plan. ¿Será así? No lo sabe, tampoco yo. 
La azafata nos mira pasar como quien ve pasar postes eléctricos en una carretera. Sus ojos expresan una impostada cordialidad porque en verdad no nos ve. Es su papel y probablemente esté pensando en la comida que hará esta noche, en la discusión que se quedó en suspenso con su pareja esta mañana o en lo que odia dormir sola. 
Y cuando esa imagen me despide, porque sigo caminando hacia mi vagón, apareces tú. Me estremezco mirándote vívida en mi mente.
La única vez que te acompañé a esta misma estación, hace un par de años ya, la luz era la misma, quizás el mes y la hora también. Incluso el destino era el mismo al que ahora me traslado. Vagón 7, asiento 2B, pasillo. 
Y desde muy dentro de mí, luchando contra mi auto impuesta determinación, me sorprendo extrañándote. Solo han sido unos segundo fugaces pero bastaron para volver a amarte y odiarte en el mismo instante. Y es que ahora sé, ahora después de ti, que hay amores que para ser deben permanecer lejos, muy lejos. Sin mirarse, sin tocarse, sin saberse. Solo existiendo en un recuerdo eterno de lo que fue. 

Así como se siente cuando llegan esos amores y esos olvidos. Esas bienvenidas y esas despedidas. Así mismo fue el sentir al recibir los primeros ejemplares de esta primera edición de Eternamente en tus ojos.
No sabía que se podían sentir tantas emociones y sentimientos opuestos en el mismo instante. Llorar riendo. Ser feliz de forma triste. No conocía esa sensación de vértigo impregnada de certeza porque cuando un profundo sentir estalla dentro, todo se revuelve, como con esos amores intensos, que aparecen dejando huella y desordenan para siempre todo lo que se lleva dentro. 
Eternamente en tus ojos ha llegado con paso firme, sin destino determinado más que la humilde pretensión de ser compartido. Va trazando él mismo su rumbo y deseo que disfrute de vuestra valiosa compañía y provoque en vosotras y vosotros la intensidad de esos amores que, aunque no se puedan ver, ni tocar, se hacen eternos al llevarse en lo más hondo del alma.

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Fuego de la chimenea de los suegros

ARDE

Arde el verdor de la preciada selva. 
El Amazonas grita con rugido de tigre, el himpar de pumas y el parloteo de las guacamayas.
Todo dolor, todo sufrir nublado de una profunda confusión envuelta en cenizas y llamas.
El verdor que se vuelve opaco, oscuro y triste acaba con la vida de nuestra selva amada. 
Selva sabia, selva amada. 
Verdor naciente de indios, destino de la codicia de los sin alma. 
Los ritos no bastan, las plegarias no apagan las llamas.
Las danzas ancestrales no pueden solitarias contra el fuego que todo lo devasta. 
Nuestra madre más antigua clama, implora piedad sin lograr ser escuchada. 
¿Dónde están los que se acercaban a ella atraídos por la bravura de sus aguas, por el relucir brillante de sus suelos, por la calidez de las fibras de sus matas? 
¿Dónde estamos los humanos que tantas veces la hemos violado?
Allí en las antiguas Indias Occidentales con sus Kawahivas y por aquí también en el territorio de los Guanches, arde la tierra, arde nuestra madre. 
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Amanecer desde el puerto de Dénia mirando la marina deportiva
Menuda pregunta esta, ¿no? ¿Quién soy? La respuesta puede ser tan amplia y a la vez tan corta que lo mejor será ser honesta y deciros que fue lo primero que me vino a la cabeza cuando pensé en qué podría contaros en esta primera entrada a mi blog. Imagino que mi respuesta a esa pregunta coincidirá con la respuesta de muchas y muchos de ustedes. Y es que… no lo sé pero, ¿quién lo sabe? Así que procuraré contaros en estas líneas lo poco que conozco de mí hasta ahora. Nací hace casi 40 años en una ciudad del centro de Venezuela, Valencia, donde viví hasta que en mayo de 2005 emigré a España. 
Mi relación con la escritura inicialmente fue de conveniencia. La descubrí a muy temprana edad cuando, sintiendo la necesidad de expresar todo lo que hervía dentro de mí, dejaba plasmadas en las hebras de cualquier hoja, bolsa de papel, servilleta y páginas traseras de casi todos mis cuadernos del colegio, palabras que se apresuraban a salir porque entonces me costaba expresarlas con la voz y, al escribirlas, encontraba sobre el papel el alivio de una catarsis. Supongo que también influyeron otras cosas, pues al ser una niña muy inquieta, traviesa y parlanchina, uno de mis tíos me mantenía ocupada jugando a los detectives. Mi “misión” era observar cuanto sucedía en la calle donde vivía y apuntarlo todo en una pequeña libreta para luego contárselo cuando llegara. No recuerdo si esa entrevista final se llevaba a cabo lo que sí recuerdo es que ya en esa época, rondando los seis años, percibía disfrute al sentir la tinta del bolígrafo deslizarse por el papel. Es una sensación que aún me atrapa hasta el punto de llegar a ser un poco obsesiva en buscar la suavidad casi perfecta en el trazo que deja la tinta sobre un folio. 
Otra de mis vivencias infantiles que quizá condicionó mi relación con las palabras fue la ocurrencia de una de mis tías, que me mantenía ocupada leyendo los titulares de los periódicos como si de una locutora de radio se tratara y eso me animó a leer. 
Crecí con las novelas venezolanas. Conocí a Teresa de la Parra leyendo sus Memorias de Mamá Blanca y a Rómulo Gallegos con su afamada Doña Bárbara que tiempo después transformarían en una afamada telenovela y ¿qué persona en el mundo no conoce una telenovela venezolana? Al mediodía, como cualquier hogar venezolano que se respetara, la casa de mi abuela sonaba a los diálogos de los personajes de esas telenovelas, muchas de ellas nacidas de escritoras como Delia Fiallo. Algunas dirigidas por el célebre dramaturgo venezolano José Ignacio Cabrujas. Corin Tellado también rondaba por esos lares en aquellos años. 
Recuerdo que de banda sonora se alzaban por el altavoz de la televisión de tubos catódicos que estaba en la sala de estar que precedía la cocina, una pequeña, roja, cuya imagen era en blanco y negro y, de la que lográbamos una imagen nítida tras un par de golpes en el lateral, de ese pequeño aparato salían las ocurrencias del humor de Laureano Márquez y Emilio Lovera. Poco después, ya en la secundaria me embelesó Gabriel García Márquez con Cien Años de Soledad y El Coronel no Tiene Quien le Escriba
Mi fascinación al transitar esos mundos ficticios fue creciendo de tal forma que aprendí a crear mis propios universos a modo de cuentos y pequeños relatos. En esos universos, al igual que en la cultura de mi familia y la venezolana en general, lo real y lo mágico han ido siempre de la mano. Lo terrenal y lo paranormal comulgan en una especie de danza que sumerge a quienes lo hemos vivido en un estado de devoción y casi absoluta fe en que lo aparentemente imposible, el cualquier momento, puede ser real. 
Ahora, ya de mayor, esos cuentos de mi infancia, esas letras inquietas que emergen de mi imaginario creando historias siguen alzándose y han dado forma a mi primera novela, Eternamente en tus ojos, que en breve tendré el privilegio de compartir con vosotras y vosotros. Y como esa inquietud de crear historias y contarlas es más una necesidad, ha nacido este espacio para compartirlas con vosotras y vosotros. Las Letras de Martha será un lugar donde las palabras se tejerán para narrar vivencias, sueños y fantasías.